Cuarenta años después, la memoria mantiene viva la tarde aquella en que a punto estuvo el país de saltar de nuevo por los aires. La que parecía una jornada más del agradable invierno santacrucero se trastocó inesperadamente. El sol penetraba por los ventanales de la redacción, abiertos de par en par, y el reloj de la sala marcaba cerca de las cinco y media. Entraban las primeras informaciones de la reanudación del pleno del Congreso en el que estaba previsto sería elegido Leopoldo Calvo Sotelo presidente del Gobierno. Yo solo en la redacción del vespertino tinerfeño La Tarde, del que era redactor jefe.

Se produjo de pronto un silencio no habitual, un parón extraño: los teletipos dejaron de funcionar súbitamente, y no por un apagón. Que ocurriera en el instante en que comenzaba la votación no era buen augurio. Me vino a la mente otra mudez parecida, con don Víctor Zurita y Alfonso García-Ramos pegados a los aparatos inmóviles cuando, el 20 de diciembre de 1973, ETA elevó hasta la azotea de los jesuitas de Claudio Coello al almirante Carrero Blanco, en su automóvil Dodge 3700 Gt negro, minutos después de haber abandonado la iglesia madrileña de San Francisco de Borja, donde oía misa diariamente. A medida que aquella tensa espera se iba alargando, a don Víctor se le demudaba más el semblante. Apenas musitaba palabra, mientras hacía girar nerviosamente entre los dedos su cigarro puro habitual. Quién sabe si la enorme tensión de aquella jornada aceleró su muerte. Fallecería un mes más tarde.

Convendrá recordar que en 1981 aun no teníamos móviles ni internet ni otras redes sociales ni ordenadores, y que la información en tiempo real era inimaginable, lo que justifica, aunque solo en pequeña parte, que la mayoría de los periódicos españoles no sacaran esa tarde-noche ediciones especiales con lo que estaba ocurriendo; porque también por omisión se peca. En momentos excepcionales, la sociedad demanda información. La presencia o la ausencia de un periódico en esos instantes pone en evidencia su línea editorial, su adscripción ideológica. En periodismo todo es significante. No había aquella tarde en la redacción del vespertino aparato de radio. A mano, sólo el teléfono fijo, que tampoco funcionaba. Los intentos de comunicar con El País, por si Juan Cruz podía decirnos si sucedía algo, fueron inútiles. El bloqueo era total. Mientras, crecían la incertidumbre, la sensación de aislamiento, la opresión del dogal de la insularidad, no saber pero sí sospechar.

Cuando los teletipos reanudaron la marcha, la imprecisión de los primeros despachos dejó entrever lo que acontecía. Por norma, si La Tarde recibía noticias de especial trascendencia solía demorar la salida, para ofrecer a los lectores la máxima información posible. Pero la edición del 23 de febrero de 1981 llevaba horas en la calle. ¿Qué hacer entonces?

Previo acuerdo con los linotipistas y otros operarios al conocer la situación, propusimos a la empresa una edición especial, como hubieran hecho don Víctor o Alfonso en parecidas circunstancias. La negativa inicial fue rotunda, pero el sesgo de los acontecimientos, el amago de plante de los trabajadores y la opinión favorable, entre otros, de José H. Chela y Padrón Machín, colaboradores fijos del periódico que, como era frecuente, aparecieron por la redacción, inclinaron la balanza.

La información de EFE se refundió en cuatro bloques, para que cupiera en la primera página, única de la edición anterior que con los medios disponibles cabía sustituir. En el primero se informaba del asalto al Congreso, a las 6,20 (hora peninsular) por “un individuo armado con una pistola”, de “disparos y ráfagas de armas automáticas”, de la “confusión tremenda” que se percibía a través de los micrófonos de RNE, algarabía suplantada por música clásica a las 6,23. El segundo apartado destacaba la prohibición de toda comunicación con y desde el Congreso y sus inmediaciones; también, que los diputados se hallaban tumbados en el suelo y que se desconocía si había heridos. Una tercera nota se refería al zarandeo al teniente general Gutiérrez Mellado, “al parecer, por un oficial de la guardia civil”, y del anuncio de próxima alocución de una autoridad militar a los diputados; de Tejero, ni el nombre. A una columna y en recuadro cerraba la información la orden de estado de alarma a los gobernadores y la persistencia de “una gran tensión”, la presencia de varios autocares del cuerpo armado –“por lo menos siete se han contado”– en la carrera de san Jerónimo y el corte de la circulación en el entorno de las Cortes. Además, en titulares, que Gutiérrez Mellado, Felipe González, Santiago Carrillo, Alfonso Guerra y Agustín Rodríguez Sahagún habían sido “sacados del Congreso”, lo que no era cierto. En definitiva, inconcreciones y medias verdades sobre una burda intentona golpista que la lejanía desdibujaba en parte y en parte agrandaba. Era lo que había. Cerrada la noche pudieron imprimirse cuatro mil ejemplares; los que permitió el rollo de papel de la rotativa. Unos pocos repartidores, Machín entre ellos como entusiasta voluntario, comenzaron a vocear por la ciudad desierta “¡La Tarde, con el asalto al Congreso!”, y se abrían puertas y ventanas para hacerse con un ejemplar.

En sus Memorias de otro desmemoriado (Santa Cruz de Tenerife, 1998) el recordado periodista herreño dice que fuimos “muy valientes en aquellos momentos”. Le agradecemos su benévola opinión, pero la nuestra es que, como periodistas, solo cumplimos con nuestro deber. La Tarde fue el único periódico del Archipiélago y uno de los pocos de toda España que sacó una edición especial el 23-F; un renglón de la historia del periodismo canario, que cuarenta años después recordamos con orgullo. Fue el canto del cisne del vespertino tinerfeño.