La experiencia de la vida nos enseña a situarnos en nuestro lugar con realismo. Cuántos juicios precipitados hemos hecho y a cuántos errores hemos llegado. Nos equivocamos con frecuencia. Todos erramos, pero la experiencia y el personal camino de maduración nos ayudan a darnos cuenta de ello. Eso es lo bueno de la experiencia.

Aquel viejo consejo siempre es nuevo. “Lo que esté mal de otra persona, díselo a la persona, o a quien lo deba saber, o a quien lo pueda corregir”. Pero estamos en la época del ventilador. Los defectos del otro cuantos más los conozcan parece que es mejor. Y así, de la mano de esta actitud vamos acabando una a una con las personas que componen la sociedad. Instalados en la crueldad del chisme y del rumor, y tatuando en la piel de la sociedad las carencias del otro.

¿Por qué nos gusta tanto hablar mal de los demás? Es una pregunta que no está de más que alguna vez nos hagamos. No se crean que los programas de sucesos y desastres son ya los que tienen mayor audiencia. Hay necesidad de buenas noticias y de historias que construyan. Sin embargo nos seguimos embarcando en los navíos de las desgracias y errores ajenos. Triste psicología que necesita fortalecer sus debilidades viendo las de los demás. Por aquello del “mal de muchos…”.

Ayer, con un grupo de personas, estuvimos conversando sobre la actualidad de las virtudes natura-les, llamadas cardinales, que constituyen la fuerza del bien común: justicia, prudencia, fortaleza y templanza. Es justo que no demos al mal igual carta de reconocimiento que al bien. La prudencia nos ayuda a distinguir esas dos realidades distantes y actuar en consecuencia, pues no es lo mismo bien que mal. Está claro. Pero aquel bien que me cuesta necesita la virtud de la fortaleza para llevarlo a cabo; y aquel mal que me atrae necesita la virtud de la templanza para resistirme a hacerlo.

Al hilo de lo que veníamos diciendo: hace falta mayor templanza. Tenemos que poner freno en nuestra boca para no dejarnos arrastrar por la corriente de denigraciones gratuitas amparadas en el omnímodo derecho a la libertad de expresión. Podemos hacer daño, herir y hasta matar con la sencilla gestión de nuestras palabras.

El famoso bullying, contra el de se realizan tantos seminarios y talleres en nuestros centros educati-vos, no solo se realiza en los patios de recreo de los colegios; también se acosa, con no poca intención de derribo, en otros ámbitos sociales, a otra edad más crecida, por el mero deseo de despellejar al otro, que, evidentemente, no es perfecto. Nos encanta ser jueces sin toga de todo proceso vital externo a nosotros. Y olvidamos o, si no lo olvidamos nos gusta, el daño que le hacemos a los otros.

Se cuenta que Sócrates propuso a uno de sus discípulos que antes de decirle algo negativo hiciera pasar la información por tres filtros: ¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es verdad? ¿Lo que vas a decirme es bueno o no? ¿Me va a servir de algo lo que tienes que decirme de mi amigo?

Porque si es verdad, pero no es bueno ni útil, ¿para qué decirlo? La verdad, la bondad y la utilidad son los tres filtros de Sócrates.

Cuánta razón tiene el papa Francisco cuando nos recuerda –el pasado domingo lo repitió en el ánge-lus– que “(…) el chisme es una plaga peor que el Covid”.

Pero a veces nos gusta.