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TESTIGO DE CALLE

Juan Cruz Ruiz

“Señor obispo, pues yo me voy a comer este higo”

En la más famosa de las tertulias literarias que tuvo España en el siglo XX (en el siglo XXI ya no hay tertulias sino chirigotas políticas como las de los Jugones) don Pío Baroja acogía a una muy diversa representación de las distintas locuras nacionales, y no tan solo literarias. Iban bandoleros simpáticos, actores descreídos, grandes escritores que querían tocar la boina del maestro, como Hemingway, Delibes o Cela, también iban jóvenes meritorios que tomaban nota de lo que pasaba, y al menos una vez concurrió un obispo. Uno de los que tomaba nota fue Juan Benet, que escribió de aquellas experiencias en torno al sabio autor de Las inquietudes de Shanti Andia un libro precioso, Madrid en torno a 1950, en el que desliza anécdotas estupendas sobre el clima que crearon tanto don Pío como su sobrino don Julio Caro en aquellos años en que la ironía era mejor que el sarcasmo. Entre las anécdotas que cuenta Benet está la que protagonizó uno de aquellos excéntricos contertulios que concurría a la vera del maestro provisto de un inmenso abrigo en el que guardaba todo tipo de tesoros propios de su carácter. En una de aquellas ocasiones fue un obispo a rendir pleitesía al literato, y fue a sentarse cerca del hombre del abrigo grande. Suele ocurrir que en las tertulias grandiosas no pasa nada para la historia, sino que van pasando las horas a ver si pasa algo distinto que las horas. Cuando había transcurrido el tiempo suficiente como para intuir que no pasaría nada del otro mundo en la tertulia de don Pío, el señor bien abrigado metió la mano en uno de sus inmensos bolsillos y, dirigiéndose al ilustre clérigo, le espetó:

–Pues mire, señor obispo, yo me voy a comer este higo.

El libro de Benet tiene muchas perlas como esa, pero esta la he elegido en esta ocasión pues en mi tierra, Tenerife, ha ocurrido algo sensacional relacionado con el ilustre Obispo de la Diócesis Nivariense. Siempre me intrigaron los obispos, y en mi propia tierra hubo obispos pintorescos, pícaros o no. Entre los más sobresalientes el que más simpático nos pareció en los años en que ya despertábamos al uso de razón y del periodismo estuvo don Domingo Pérez Cáceres, güimarero de sabiduría muy fina, capaz de desmontar la solemnidad de los que le hacían la pelota con una lógica de suave acero. En una de sus andanzas por las más remotas aldeas de la diócesis, uno de los curas que lo recibieron le iba ilustrando sobre el extraordinario comportamiento cristiano de las sucesivas familias que le eran presentadas. Según la descripción abobada, todo el mundo era bueno y fiel a las doctrinas de la Iglesia. Hasta que se hartó donDomingo, que era por así decirlo un obispo civil, y se dirigió a uno de los aduladores exagerados:

–¿Y tiene usted idea de que si cada una de esas familias que tan bien se comportan repartieron ya sus respectivas herencias?

Pues el obispo sabía qué ocurre cuando los buenos cristianos han de decidir quién se queda con qué en las familias, tanto rurales, urbanas como playeras. Don Domingo era, digo, un obispo civil; cuando murió lo lloraron hasta los ateos, y de eso doy fe. En mi memoria, ese hecho final ocurrió casi al tiempo que el Tenerife de Heriberto Herrera subió a primera división y Noelia Afonso fue elegida Miss Europa, de modo que el tremendo duelo por el obispo se alternó con jolgorios inevitables.

Cuando llegué a Madrid para ser periodista la suerte me llevó a conocer a dos curas magníficos, a los que no les hubiera importado nunca compartir higos con feligreses. Eran Echarren e Iniesta, que vivían en una casa cerca de Vallecas y entonces eran el faro de los curas de izquierda que proseguían el ejemplo ciudadano, cívico, de Tarancón, al que la ultraderecha, que era bien numerosa, quiso llevar al paredón. Los dos ascendieron en la escala eclesial. Echarren fue un muy noble obispo de Gran Canaria. El hábito de aquel cura bondadoso e inteligente no se cambió por oropeles, y siguió siendo la persona sencilla y admirable que tuvo siempre tiempo para recordar por escrito a los amigos que había hecho antes de que lo vistieran de púrpura. Iniesta, también nombrado obispo, fue otro caso de fidelidad a las personas humildes o sufrientes a los que se encontró en las distintas casas en las que tuvo que ejercer su apostolado, y también cambió de carácter o de modos cuando ya llegó al purpurado. Una enfermedad duradera lo alejó de las calles y de los compromisos que había desarrollado con tanta dedicación, y nos fue hurtado para la vida civil.

Gran Canaria tuvo también la suerte de tener a Infantes Florido, que compartió con discípulos de Tarancón la misión de civilizar (de hacer civil) el apostolado y la relación de la Iglesia con la sociedad. Era uno de esos obispos que no daban cachetadas sino que compartían preguntas. Un obispo de cachetadas era Pildaín, que se pasó vociferando (contra Unamuno, por ejemplo) como si la Iglesia fuera a trazar el único camino posible en la vida. En Tenerife hubo antes de la guerra otro obispo así, Fray Albino me parece que se llamó, que tuvo su merecido cuando vino la República. El legendario periodista Luis Álvarez Cruz, republicano, presidente de una mesa electoral, lo vio llegar a la urna, se levantó de su puesto y, en el uso de su misión civil de ese momento, le preguntó al obispo su nombre y apellidos y le exigió que le mostrara el carnet de identidad, que el clérigo halló en medio de sus abundantes faltriqueras.

Ahora Daniel Millet, periodista de EL DÍA, ha tenido en sus manos la oportunidad de demostrar que los obispos también mienten, cosa que ya se suponía pero que en la prensa de las islas pocas veces se ha puesto de manifiesto, porque siempre se ha tratado a estos clérigos de alto rango como si no rompieran plato o escudilla. Y Millet ha revelado a la ciudadanía que don Bernardo, que ejerce su cargo a veces también dando mandobles de autoridad indiscutida, mintió con algo tan sagrado como la cola de la vacunación. Enhorabuena, compañero, en tu honor yo también me voy a comer un higo ante el obispo Bernardo.

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