Parece que sólo hay dos formas de enfocar el hecho de que centenares de personas sueltas por las calles y muy enfadadas tiendan a crear problemas de orden público. Una es manifestarse preocupado por esa situación, aunque eso de estar preocupado resulte racista y criminalice a los emigrantes. La otra, más políticamente correcta, consiste en negar la mayor y decir que sólo se trata de un par de incidentes aislados, que no hay ni violencia ni problemas de alteración del orden público, que todo eso son solo invenciones abascalitas. Nuestra capacidad colectiva de enfrentar los problemas que se producen se reduce entonces a estar en uno de los dos bandos: el de los racistas o el de los imbéciles. Racistas serían todos los que consideran que existe un problema, e imbéciles quienes lo niegan a pesar de la evidencia.

Lo cierto es que no estamos aún ante un problema de orden público, aunque sí ante un cúmulo de indicios –algunos violentos– de que esta situación puede derivar hasta convertirse en un problema grave de orden público si no se actúa. Por eso el simpar Pestana ha enviado un montón de efectivos de la Policía Nacional a Maspalomas; por eso la Local de Mogán reporta en solo un mes hasta 169 servicios relacionados con momentos delicados en asuntos de emigración; por eso el sindicato policial Jupol denuncia falta de medios; por eso la Asociación Marroquí para la Integración manifiesta su preocupación ante la “creciente tensión” en Canarias y se queja de que no se adopten “ningún tipo de medidas para evitarla”; por eso el ministro Escrivá promete que en febrero se habrán vaciado los hoteles; por eso el presidente canario nos recuerda lo que dice la Ley de Extranjería como si fuera una novedad: que quienes cometan actos violentos serán expulsados del país. En fin, por supuesto que están pasando algunas cosas indeseables, incluso graves, y hay quien tiene ya miedo, y el miedo alienta el odio, y el odio se enfoca mejor cuando se dirige al otro, al distinto, al diferente. Aunque el discurso de los imbéciles sea que aquí ni pasa nada ni va a pasar nunca nada. Pues sí pasa, y además tiene responsables: son responsables quienes nos contaron lo perverso que es mantener a los inmigrantes en proceso de identificación en centros cerrados, y que a los menores sólo se los podía reunir en grupos de veinte. Son los mismos que ayer presentaron (unos) y validaron (otros) el decreto gubernamental aprobado en el Parlamento de Canarias que cambia las anteriores instrucciones humanitarias, esas que llevaron al cierre de la mayoría de las instalaciones existentes y provocaron el amontonamiento inhumano de Arguineguín, el abandono de dos centenares de emigrantes en las calles de Mogán, el desastre del hotel Tamanaco, o el bloqueo de los embarques en puertos y aeropuertos. Y también son responsables –y mucho– el señor Pestana y sus antecesores, que no se ocuparon de lo que era necesario hacer. Pero el primer responsable de lo que ocurre y podría llegar a ocurrir en las islas, es un Gobierno que tras blindar el Estrecho, Ceuta y Melilla, tras contemplar como todas las rutas de la inmigración africana se concentran en Canarias, ha decidido convertir las islas en una prisión a cielo abierto, una barrera que bloquee el paso hacia Europa de miles de personas con derecho legal a circular. No es de extrañar que estén bastante enfadados.