Dicen que con dos o tres cañas se puede arreglar el mundo. Más allá del jaleo diario, de las alegrías y las tristezas, resisten estoicas las barras de los bares y cafeterías, templos para la evasión que permiten la tregua del tiempo. Nunca algo tan cotidiano se hizo tan necesario para darnos cuenta de que la vida también transcurre en los bares de siempre. No importa su tamaño, ni la calidad del género, simplemente interesa que estén ahí en el momento preciso para regalarnos esos minutos de serenidad imprescindible para continuar con el trasiego cotidiano. Y para que toda esa maquinaria onírica y hedonista funcione se requiere de las altas capacidades de unos seres extraordinarios, inmutables y blindados ante la antipatía como son los camareros. Y yo los conozco bien, tanto como Hemingway a los daiquiris de la Floridita. Probablemente son el único cuerpo de funcionarios del buen rollo a los que les tienen tajantemente prohibido tener un mal día. Son verdaderos expertos en genealogía, capaces de adivinar tu rama familiar con solo tres días de seguimiento y unos cuantos cortados. También saber con quién te sentaste a la mesa y la razón por la cual al día siguiente cambiaste de acompañante. Son pillos, curiosos, sugestivos, políticos, arquitectos y médicos, capaces de prescribir metáforas sin ser conscientes de que con cada servicio homenajean a los mejores recursos literarios. Podrían ser poetas, porque algunos, sin saberlo, construyen sonetos y alejandrinos al paso de clientes susceptibles de inspiración. Licenciados en la universidad de la vida recetan como buenos fisionomistas consejos gratuitos para mejorar el estado de ánimo hasta del más pesimista. No sé cómo serían los camareros del Davy Barne’s de Dublín que servían pintas a ilustres de la talla de James Joyce, tampoco el glamour del Antico Caffè Grecco de Roma en aquellas mesas donde Stendhal, Mary Shelley, Lord Byron, Goethe o Charles Dickens se inspiraron para escribir las mejores obras de la literatura mundial. Yo voy a la cafetería donde trabaja Sebastián “el chino”, porque es una gozada disfrutar de ese pequeño receso que se adereza con un buen bocadillo de salami bien planchado y un cortado. Nunca me he encontrado a Arturo Pérez Reverte o a señores con monóculo que apuntan notas en una libreta, pero sí a la gente que hace grande a nuestra tierra. Sin embargo, es un espectáculo verlo en acción. Ahí está ataviado con su equipaje de faena, que no es otro que zapatos de Flavio Briatore, mascarilla legalmente colocada, peinado de Llongueras y organizando él solo cientos de mesas; siempre tiene una frase divertida y capciosa para cada cliente. Seguro que es un buen tío, porque si eres buen camarero tienes que ser buena persona. Prometo que he visto más de una vez a “Vituca”, el del Krombacher , servir a más de ocho mesas sin la ayuda de nadie. Sin más asistencia que su maestría y simpatía para satisfacer hasta los clientes más sibaritas. Tiene el don de la ubicuidad. Cuenta la leyenda que bajo el intenso aroma a solomillo con mantequilla que deja escapar esa clásica cervecería de Puerto de la Cruz, ningún cliente ha esperado jamás por un buen jugo de cebada. “El rubio” ya es propietario y lo controla todo; es un fenómeno. Él, como tantos otros, representa a esos miles de camareros y camareras que realizan una labor desagradecida, a veces, injustamente reprendida, y que tanto bien ha hecho a muchos con el simple gesto de escuchar. Son innumerables las historias que suceden en el interior de un bar, en esa atmósfera de simulada intimidad que se rotula en pocas palabras. El bar es el mejor y más socorrido punto de encuentro y desencuentro, donde convergen romances, amistades, traiciones y desafectos. Y allí están ellos y ellas viendo pasar la vida de tantos otros.

@luisfeblesc