Caminar por Santa Cruz de Tenerife, a última hora de la tarde de un domingo, es como transitar por una versión tridimensional del Libro de los muertos. Pero no da miedo. Es que ni siquiera da miedo. En vez de bestias y monstruos custodiando puertas y senderos hacia el inframundo lo que te encuentras son jubilados, funcionarios que sueñan con jubilarse y personajes de El Carnaval que nunca se jubilarán. Recuerdo que hace muchos años un sádico que tuve como director me obligó, como castigo indescriptible, entrevistar a uno de los celebérrimos personajes del carnaval. Nadie lo había conseguido hasta entonces, pero a mí me concedió la entrevista enseguida. Me esperaba, por encima de la Rambla, en una pequeña casa algo descuidada, justo a las tres de la tarde. Hacía un calor bochornoso. Después de tocar un buen rato el timbre, descubrí que la puerta estaba abierta. Anunciando mi presencia entré y empecé a recorrer un largo pasillo. Y al final, en un salón ajusticiado por el papel pintado y el macramé, me espera el puñetero personaje de Carnaval. Disfrazado. O, mejor dicho, introducido en un disfraz que le cubría de pies a cabeza para simular algo así como un puerco. Yo me quedé estupefacto. El personaje se me quedó mirando, gruñó y me dijo impostando la voz:

–Sin duda permitirá usted que proteja mi anonimaaaatoooo…

Salí espantado después de los cinco minutos más angustiosos de mi vida. Y siempre me ha quedado en la memoria el personaje, esperando enmascarado al que entre por la puerta, como una especie de cifra o símbolo de una ciudad capaz de generar semejantes abominaciones mientras hace la digestión. Gente disfrazada toda la vida no para proteger su sedicente identidad, sino porque no tienen otra cosa para construir una identidad propia. Con el tiempo he entendido que no es tan infrecuente. El otro día, por ejemplo, pude ver a un político en un pleno municipal repetir por enésima vez cómo los poderosos del mundo vuelcan sobre su heroica persona insidias y calumnias, simplemente porque lucha para la libertad, la justicia, el bienestar de la mayoría. El desastre de su gestión, la mediocridad de su impostada sabiduría, las astucias de una sinvergüencería carente de escrúpulos, las contrataciones abusivas dignas de muy razonable sospecha y la obsesión por insultar y desacreditar a todo aquel que se atreva a no rendir pleitesía a una superioridad moral intachable necesitan un disfraz. Y los disfraces no pueden ni deben ser sutiles, sino basados en groseros contrastes. Llevo cuarenta años en política, agarrándome con los dientes si era necesario a cualquier boya para flotar, pero me presento como una versión de medianías de Cincinato. Ya me gustaría a mí dedicarme a las gallinas, a pescar fulas o a interpretar La Cantata del Mencey Loco. Pero debo parar esta conspiración que amenaza a la República. Como la de ayer. Como la de mañana. Como la de siempre. Porque, ¿qué sería yo sin una conspiración?