En Canarias, actualmente, están en venta unos 300 establecimientos hoteleros y extrahoteleros. El mayor empresario hotelero de Canarias ha vendido tres de sus grandes hoteles y los compradores no son cadenas de hostelería españolas o extranjeras, sino fondos de inversión internacionales, entre los cuales son tres los que muestran mayor interés en los hoteles isleños. Simplemente esperan que la situación se agrave todavía más para los establecimientos de cuatro y cinco estrellas, que son los únicos que les interesan, y que desde que Europa decidió confinarse, agonizan cerrados a cal y canto o abiertos a medias. La aguda y casi instantánea crisis económica que ha provocado la pandemia abre el paso a una financiarización de la estructura hotelera del archipiélago, de manera que podría pasarse de una actividad controlada por empresarios peninsulares y extranjeros a un motor económico cuyas unidades de negocio se gestionarán aquí, pero obedeciendo a una lógica distinta y, llegado el caso, con un profundo impacto en el tejido socioeconómico local: aumentarán la dependencia y la pasividad, se ralentizarán los procesos de acumulación y se reconfigurarán las cadenas de valor del negocio turístico en prejuicio de trabajadores y productores canarios. Así y todo, puedes encontrar gente que afirma que eso no es lo peor que puede ocurrir, y que al menos los grandes hoteles de lujo y calidad superior podrán sobrevivir. Por supuesto, también han empezado a aletear nuestros propios cuervos. Si tienes suficiente capital, puedes encontrarte con verdaderos chollos, como un pequeño hotel rural en las medianías del sur de Tenerife por menos de medio millón de euros. Llave en mano.

Muchos comerciantes tinerfeños esperan que en la próxima reunión del Gobierno autónomo se alivien las restricciones como respuesta a los datos epidemiológicos. Por ejemplo, bares y restaurantes podrían volver a abrir sus comedores y permitir utilizar la barra. Recuerdo que una vez, ante un pelmazo que pretendía tener una sabiduría infinita sobre el ballet, el escritor Luis Alemany le respondió: “ ¿Me vas a dar lecciones a mí, que tengo más horas de barra que la Pávlova?”. Yo también añoro el calor del amor en un bar, pero con toda seguridad levantar las limitaciones ahora vigentes nos conduciría, en dos o tres semanas, al mismo ritmo y velocidad de contagios que nos llevaron a la situación casi crítica de finales de noviembre. Este estúpido juego del gato sanitario y el ratón pandémico entusiasma, al parecer, a nuestras entrañables autoridades políticas. Nada de emular a los países europeos que, como Alemania, han apoyado directamente al sector comercial y hostelero con ayudas económicas y créditos con cero interés mientras se les obliga a cerrar o a operar en condiciones limitadas. Hay dinero para todo, absolutamente para todo, salvo para que no se arruinen los restaurantes, los bares, las pequeñas tiendas de barrio, todo un tejido conjuntivo que no solo tiene relevancia económica y laboral, sino también un excepcional valor social y cultural. Seguir jugueteando con el semáforo y desperdigando limosnas asistenciales, a estas alturas de una pandemia que asola a todo el continente europeo y mantendrá el estado de shock a la eurozona hasta el próximo otoño, ya no es un despiste: es una estupidez que linda con lo criminal.