Durante una lejana época, viví en un edificio de la calle de San Sebastián esquina a un pequeño callejón de solares, exceptuando un par de inmuebles de pisos. En uno de ellos, precisamente en los bajos había una casa de putas (así se llamaban en aquellos tiempos) y la madame solía sentarse en el pequeño jardincillo que bordeaba el edificio. La recuerdo gorda y tranquila, amable con los otros vecinos a los que ella no molestaba y quienes tampoco ponían impedimentos a su discreta, pero conocida por todos, actividad. Incluso charlando, de acera a acera, con los trabajadores de una carpintería cercana a quienes, aún no siendo “clientes”, trataba con amistosa cordialidad.

Yo tenía una amiga en ese lugar, Reina se llamaba, la niña más guapa y buena de la clase. Vivía en el último piso y jugábamos bien en mi casa, bien en la suya donde, siempre a la entrada o a la salida, esa señora tenía unas palabras cariñosas hacia nosotras. Un día, al pasar, le escuché una frase dirigida a otra persona que siempre he tenido en la memoria: “Sí, pero mis chicas están aquí por necesidad”… Tuvieron que traducir mis padres esa frase a un idioma comprensible para una niña de 9 años (de los de entonces) y, seguramente que a causa de lo que interpreté y de lo que la vida me ha ido mostrando en su pasar, tengo una especial conmiseración por quienes ejercen la prostitución por “necesidad” (o por obligación, que viene a ser similar tragedia).

He pensado en ello leyendo el último relato de El País sobre el asunto rey emérito. Dice, quien ese periódico califica como su “amante”, que él le regaló 65 millones de euros “por amor”. Y aparece en la foto, sonrientemente pancha a pesar de su escaso conocimiento de la etimología de esa palabra. Lo mismo de lo que adolece el periódico con el sustantivo. Ni era su “amante” ni el desembolso ha sido por “amor”. Esta cuestión, opino, debería quedar cómodamente instalada entre “utilización del sexo por interés crematístico” y “escasez de vergüenza”. Suele suceder cuando la ambición ocupa más espacio que el talento.

Habrá quienes piensen que esos milloncejos sumados a los dos que, dice el artículo, le entregó el rey de Marruecos en forma de terreno (sí, Marruecos, el supuesto país de donde nos vienen todos esos miles de desgraciados escapando de la miseria), más un apartamento de 6 millones en Londres y una transferencia de 5 del gobierno de Kuwait y más lo que ignoramos, son recompensas merecidas pero, para mí, ello significaría una pérdida de moral, escrúpulo y dignidad en cada concupiscente sonrisa en el momento de recibir tales “donativos”. Porque, de acuerdo en que debe de ser una actividad lucrativa, como lo puede ser el trapicheo de drogas o la adulteración del alcohol pero ello no evita que contenga un alto grado de perversidad que, el sonreír, tiende a acentuar.

Cuando la policía detiene a algún siniestro delincuente, éste suele aparecer ante la prensa con una sudadera tapándole la cara, que inclina hacia delante para aún hacer más sombra donde ya la hay y en abundancia, aunque con veraz elegancia, sin risitas ni dientes fuera. Y nosotros les creemos. Nos convencen así de que son malas personas, con esa actitud penitente que emana desde algún lugar del fondo de su pequeña y mugrienta conciencia, ante el vergonzoso paseíllo.

Pero ¿sonreír?... ¿de qué?, ¿de nosotros?