En los días previos a unas navidades tristes y tensas, sin comparación alguna en el recuerdo y en la historia, se echaron a la calle con voluntad de permanencia, obedientes y bulliciosos seguidores de consignas partidarias y, sin censura ni anestesia, han gritado, gritan y gritarán sus radicales y conocidas posiciones sobre asuntos de actualidad como las leyes que regularán, en un futuro inmediato, la educación y la eutanasia. En relación a esta última, los detractores asumen una responsabilidad que, en ningún caso, les corresponde. El Congreso de los Diputados aprobó con una holgada mayoría, respaldada por organizaciones de todo el espectro, la norma que convierte a España en el sexto país del mundo que regula la muerte digna, con las exigencias y garantías suficientes para que los ciudadanos puedan acogerse libremente a la aplicación de la misma. En ese ámbito personal, ni el estado ni los individuos o partidos están legitimados para intervenir e imponer un criterio moral contra la soberana decisión del individuo.

De las manifestaciones pedestres contra la eutanasia, que empezaron en la Carrera de San Jerónimo y se extendieron por doquier con mayor o menor éxito, se pasó sin transición a las caravanas automovilísticas contra la LOMLOE. Entramos con ella en la suma de siglas y propósitos de nunca acabar, que nacen y mueren sin consenso desde la restauración democrática. La norma que apadrinó el discutido ministro Wert, con un contenido rudamente liberal, se contestó ahora por una cámara de mayoría de izquierdas, nacionalistas e independentistas con toda naturalidad en la actividad parlamentaria. Según sus defensores es una apuesta decidida por la enseñanza pública y, según sus opositores, un atentado contra la libertad de los padres en la elección del modelo de educación de los hijos, pagada hoy en gran parte con dinero público; y en esa actitud recorren calles y carreteras con banderas naranjas al viento.

Lo peor de esta pugna es que no tiene salida y que la nueva ley, de signo progresista, será sustituida por otra de signo opuesto en cuanto llegue al poder una fuerza o una alianza conservadora. Y mientras generaciones y generaciones de españolitos –el diminutivo es por la edad– serán víctimas del desacuerdo partidario, de la defensa cerril de los credos propios y de la falta de generosidad para el imprescindible consenso en materia tan capital como el futuro. Que los ruidos de la calle no nos distraigan de la pandemia que nos castiga y del porvenir que se niega a sus verdaderos dueños.