En realidad no habría hecho falta recurrir a tantos estudios porque es un hecho evidente: las enfermedades infecciosas, como es la del Covid-19, se ceban sobre todo en los más pobres.

Ya lo determinó a finales del siglo pasado el antropólogo estadounidense Merrill Singer, quien acuñó el término “sindemia” para referirse a la interacción de factores tanto biológicos como sociales en la propagación de los virus.

Los científicos del instituto Robert Koch han podido determinar que el nuevo coronavirus fue importado en Alemania por personas de alto nivel adquisitivo, que habían viajado a las estaciones de esquí, pero que se propagó luego de modo especial por los barrios más pobres.

Un estudio de la clínica universitaria de la ciudad alemana de Düsseldorf llegó a parecidas conclusiones: la difusión del coronavirus era mucho más rápida entre las personas que llevaban mucho tiempo en paro que entre quienes gozaban de un empleo permanente y bien remunerado.

También ha investigado las condiciones más favorables para la propagación de la pandemia el Instituto Nacional de la Salud de Investigaciones Médicas de Francia (Inserm). Su conclusión es que cuanto más pequeña es una vivienda y más personas viven en ella, mayores probabilidades tienen de infectarse quienes la habitan.

Ocurre además que esas personas, si es que trabajan, se dedican sobre todo a eso que llamamos “trabajos esenciales”, es decir, los relacionados con la salud, el cuidado de los ancianos, la vigilancia y limpieza de las calles, los transportes, los servicios de Correos o la distribución de alimentos, entre otros muchos.

Son personas que tienen que no pueden convertir durante su propia vivienda en oficina, sino que tienen que acudir todos los días al trabajo, no disponen de coche particular y han de viajar en medios de transporte con frecuencia atestados, donde es mucho más fácil el contagio.

Y si tienen la desgracia de infectarse, difícilmente pueden aislarse en casa porque el espacio es muy reducido y han de compartirlo con otras personas, sean o no de su familia, sin que puedan protegerlas tampoco de la infección.

Según el estudio del citado instituto francés, las personas en las que concurren todas esas circunstancias tienen dos veces y media más probabilidades de enfermar que el resto de la población.

A conclusiones parecidas se llegó también en Estados Unidos, donde, según un estudio llevado a cabo con los datos de los teléfonos móviles, fue en los barrios más pobres donde más movimientos hubo durante los confinamientos. Se trataba fundamentalmente de trabajadores esenciales.

Según Michael Marmot, del University College, de Londres, citado por el semanario alemán Die Zeit, “sabemos con absoluta certeza que cuanto más pobre es una región, mayor es el índice de mortalidad por Covid-19”.

Para Nico Dragano, profesor de la clínica universitaria de Düsseldorf, también el estrés al que están continuamente sometidos quienes no consiguen llegar a fin de mes o temen perder el empleo puede influir negativamente en sus defensas, es decir. debilitar su sistema inmunológico, volviéndolos más vulnerables al contagio.

No se puede, pues, afirmar, como hacen muchos retóricamente desde que estalló la pandemia - o sindemia- que el virus no distingue entre clases sociales, sino que su ritmo de propagación depende en muy buena medida del contexto social.

Lo que no quiere decir, por supuesto, que no puedan infectarse, como viene ocurriendo en todo el mundo, también individuos que no pertenecen precisamente a las clases menos favorecidas de la sociedad, sólo que esos casos son bastante más raros.