Con una espontánea fidelidad hago, cada sábado, la compra en el mismo comercio. Entiendo a los que deambulan de un lugar a otro, porque la carnicería en tal sitio es de categoría gourmet y el pescado de aquel otro es muy variado y la fruta más fresca se encuentra en la recova y la marca blanca de esa cadena de supermercados es la de mejor relación calidad/precio. Cada uno con sus preferencias, como la vida alrededor, unos repantigándose ante el televisor viendo programas de seres prostituyendo sus vidas mientras otros trotan por la Avenida de Anaga echando el bofe (sin mascarilla, por cierto). Se llama libertad de elección. Yo, que soy bastante rara, acudo feliz a ese “mi” súper, donde ya algunos clientes nos conocemos y hasta sumamos paradas, dialécticamente breves, sobre la frescura de las lechugas o qué queso elegir para gratinar unas berenjenas porque no todos ellos se funden igual.

Pero hay días y días… hay aniversarios de sucesos personales con tal relieve que nos incapacita hasta para un disfrute tan simple como esa tarea habitual, como si la espita que controla la pena, hubiese perdido su función de contención. Intensificado por la tristeza circundante de la que no podemos evadirnos, incluso aunque no nos afecte en demasía en la salud o en la economía pero que surge por un sentimiento de identificación con el prójimo, una empatía que seguramente será lo único decente que ganemos de este tétrico año.

Así que, ahí estoy, llenando bolsas con la fruta y verdura correspondiente. Y para el melón, busco al dependiente que cada semana me lo elige, con la pericia y el conocimiento que ha permitido que nunca haya tenido que desperdiciar algún ejemplar. Mientras me lo pesa pienso “debe de tener la misma edad que ella tenía” y no sé si por esos fenómenos causales que los científicos no logran hacernos entendibles, empezamos a intercambiar unas palabras acerca de los higos que ahora están en su mejor momento y seguramente le comenté que son los pájaros los que dan buena cuenta de la higuera del jardín de Las Mercedes donde almuerzo los domingos. Y él me habló de, no recuerdo qué, sobre el campo y las vivencias relacionadas y yo, entonces, no sé cómo, le hablé del consuelo de que nos quedara Luna (la westie) y que los animales son una buena compañía, con lo que él estuvo más que de acuerdo. Y entonces, casi con vergüenza, me disculpé por si le llamaban la atención por yo distraerle de su tarea y él me dijo que “al contrario y menos, con alguien como yo”… Y les prometo que ese muchacho, que podría ser mi nieto, al que no conozco sino porque me elige los melones cada sábado, con su ternura en forma de conversación, ha transformado la pena intensa de los recuerdos en una jornada que, aún arrastrando la estela de su pesar, te hace agradecer el encuentro del que escucha, del que acierta en sus silencios y en sus respuestas.

Y pienso en que, quizás, a todos nos convendría dejar de aferrarnos a esa aplicación de móvil, WhatsApp, donde recibir angelitos con alas de color rosado, ramos de flores chillonas y palabrería hueca, sirve tanto para felicitar un cumpleaños como para dar un pésame. Si lo que realmente deseamos, y necesitamos en el fondo, no sería que todas las presiones conocidas o nuevas que nos llegan, se aligeren con la atención directa de un amigo, de un familiar o, incluso, de un empleado de súper que, entre palabras, deja de ser un desconocido.