El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, ha asegurado que el campamento de inmigrantes en el muelle de Arguineguín será desmantelado "en pocas semanas". No deja de ser una pequeña sorpresa descubrir, a estas alturas, que las tiendas de campaña de Arguineguín constituyen un campamento. De hecho la Delegación del Gobierno consumió muchas semanas negándolo. "¿Un campamento? Aquí no hay ningún campamento. Circulen, circulen". La visita de Grande Marlaska, y sobre todo sus declaraciones, habrían sido espléndidas hace tres o cuatro meses; ahora son acogidas con un helado escepticismo. Por supuesto que el presidente Ángel Víctor Torres, cielo protector de cualquier ministro o subsecretario de Estado que pase por las ínsulas baratarias, acudió rápidamente al rescate de Grande Marlasca y se refirió incluso a las "plazas de acogida" que se desmantelaron después de la crisis de los cayucos de 2006. Una extraña observación, sinceramente. ¿Pretende el presidente Torres que se mantengan en funcionamiento operativo miles de plazas aunque no se las demande? Las redes de centros de acogidas deben ser flexibles. Mantener operativas un millar de plazas - con sus infraestructuras sus equipos y sus profesionales -cuando son innecesarias resulta un disparate. Tener disponible un conjunto de recursos para poder articular rápidamente una respuesta, no.

Sin duda se habilitarán espacios públicos -cedidos por el Ministerio de Defensa- en el antiguo polvorín de Barranco Seco (Gran Canaria) y en el acuartelamiento lagunero de Las Canteras (Tenerife), aunque al alcalde Luis Yeray Gutiérrez siga oponiéndose y alguna fuerza política de la corporación quiera convertir el asunto en una bandera enloquecida. Gutiérrez insiste que en los restantes municipios tinerfeños deben "implicarse en este grave problema social". Tal vez el alcalde haya hecho sus números hasta considerar que con una decena de migrantes en cada municipio se acaba el problema. Parece un sueño muy reconfortante.

Es incomprensible este terror ante la presencia de emigrantes africanos en las calles laguneras, tomando por la fuerza el bodegón Tocuyo y exigiendo una reserva de vino con vino y manises para todo el invierno. Son gente rara a la que quizá ni siquiera le interesan si se han levantado reparos en los últimos años. Aunque llevamos viviendo esta catástrofe desde junio -ya en junio, en efecto, en el seno de la Fecam se debatía sobre la necesidad de encontrar soluciones habitacionales para los inmigrantes que no dejaban de llegar- el Gobierno central ha actuado con una lentitud exasperante, enredadora y culposa. La solución tampoco puede consistir en que Canarias acoja de manera estable, en acuartelamientos militares en desuso, a varios miles de inmigrantes, como una Lampedusa más limpia, más aseadita, un fisco más empática y más atenta: una frontera del sur cuqui con un tenue pero irrenunciable perfume socialdemócrata que lamenta hondamente las muertes en el mar, ahogados, quemados, hambrientos. La solución pasa porque España, junto a otros socios comunitarios afectados por los fenómenos migratorios, exija una verdadera política de inmigración consensuada y compartida, no el sálvese quién pueda (y rara vez es el emigrante) entre las fronteras. Una política de inmigración es lo contrario a la propuesta de la comisaria de Interior de la UE, Ylva Johansson, que se ocupa de procedimientos de identificación y repatriación, no de derechos de los migrantes y de programas de integración social. Anteayer acompañó al ministro en Gran Canaria. Pareció conmovida. Claro que es socialdemócrata.