Todos atravesamos varias epifanías que nos sobrevienen para destruir ingenuidades e iluminar interiormente nuestras credulidades y apriorismos, y desgraciado el que no las tenga. Por supuesto, en mi caso son muy modestas. A George Orwell le bastó ver la guerra civil que estalló dentro de la Guerra Civil en Cataluña (carnicerías entre anarquistas y estalinistas, entre estalinistas y militantes del POUM, entre militantes del POUM traidores y troskistas leales) para sufrir su lección sobre la estupidez encanallada de una izquierda maximalista que lo sacrificaba todo -incluyendo una insípida república burguesa- en el altar de la revolución. Por eso, Orwell casi vomita cuando leyó en una calle barcelonesa aquellos versos de Auden, también metido en la gresca española: "La aceptación consciente de culpa en el asesinato necesario; / hoy el gasto de energías en panfletos simples/ y efímeros y en mítines aburridos".

Mi última epifanía sobre las izquierdas la viví en el Ayuntamiento de La Laguna. Todo, absolutamente todo era válido para destruir al enemigo político -CC- y desplazarlo del poder. Por supuesto el gobierno municipal cometía y, a veces, arrastraba penosamente errores, pero no se fiscalizaban sus torpezas o insuficiencias políticas y administrativas, sino la entraña moral del alcalde y los concejales, a los que se definía como un grupo mafioso que había hurtado la soberanía popular y convertido el ayuntamiento en una covachuela corrupta y corruptura. El cúmulo de mentiras, falsedades, hipérboles, insultos, infundios, canalladas, patrañas y montajes que proferían u organizaban a diario con una extraordinaria avilantez Unidas se Puede y el chiringuito partidista de Santiago Pérez, con la colaboración de Teresa Berástegui -edil de Ciudadanos y ahora joven promesa de Casimiro Curbelo- y de dos exconcejales socialistas, Javier Abreu y Yeray Rodríguez, era inacabable. Por cierto: el actual alcalde era, entonces, asesor del vilipendiado gobierno municipal presidido por José Alberto Díaz. Qué cosas.

Los llamados caso Grúas y caso Reparos fueron sendos trajes jurídicos que el señor Pérez diseñó en el taller de corte y confección de denuncias y querellas que tiene abierto en su cerebelo desde hace lustros. El primero lo archivó el Tribunal Supremo: el jurisconsulto Pérez dictaminó que la verdad judicial y la verdad material son dos cosas distintas, así que al final él tiene razón y Clavijo sigue bajo sospecha. El segundo acaba de empezar, y lo ha hecho con la declaración de Javier Abreu, que pasó de colaborador en la operación para fraguar una moción de censura contra CC a ser denunciado por Santiago Pérez.

Ha sido una enorme estupidez. Por supuesto, no podía proceder a denunciar judicialmente la imaginaria corrupción alrededor de contratos "irregularmente prorrogados" sin incluir a Abreu y Martín, porque ambos autorizaron prórrogas imprescindibles de contratos económica y socialmente relevantes. Pero Abreu ha preferido declarar ante el juez. Yo abomino de la forma de hacer y deshacer política de Javier Abreu, pero en sus treinta años de carrera es imposible detectar la más mínima señal de interés por el dinero. A Abreu le ha interesado el poder siempre, pero el dinero nunca. Y ayer declaró que jamás registró, ni por Clavijo ni por Díaz, ningún interés por dirigir, manipular o negociar los contratos por intereses espúreos. En cambio sí indicó que se sentía indefenso ante los recaditos que Santiago Pérez le había enviado para que se "portase bien" en el proceso judicial. La fiscal tomó nota. Ah, la aceptación de la culpa en el asesinato necesario. Ah, los panfletos simples y efímeros.