Confieso que no me sorprendió la carajera montada ayer en la sesión del control del Congreso de los Diputados. Había demasiados asuntos a debate, y todos ellos muy polémicos y crispadores: el estado de Alarma decretado por el Gobierno sobre Madrid; la reforma exprés del sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial; la cerrada defensa de Pablo Iglesias por Sánchez ante la probable petición de suplicatorio para ser investigado por el Supremo por los tres delitos que le ha endosado el caso Dina; o la gravísima operación de acoso y derribo a la monarquía constitucional desatada por una parte del Gobierno -y trivializada por la otra- que -a mi juicio- no es más que una distracción peligrosa para ocultar la ineptitud del Gobierno al enfrentarse a la pandemia y un discurso de camuflaje ante el creciente deterioro público de la marca Podemos y de su líder.

En una situación de encanallamiento como esta en la que se ha instalado la política nacional, con una inminente moción de censura planteada por la ultraderecha, que la sesión parlamentaria de ayer se convirtiera en un guirigay de insultos y chulerías no debería sorprender a nadie. En la nueva política que se hace hoy, no existe ninguna intención de convencer o seducir al contrario, antes bien, lo que se persigue es ridiculizarlo. En ese contexto es obvio que no hay mucho sitio ni para la verdad, ni para las ideas, ni para las propuestas. Todo es un puro recital de argumentarios, aunque es verdad que hay argumentos que pasman por la miseria intelectual de su cinismo.

Por ejemplo, los esgrimidos por el vicepresidente Iglesias, cuando aconsejó al PP que renuncie a "atacar a la jefatura del Estado" con vídeos como los inspirados por Cayetana Álvarez de Toledo y emitidos el pasado fin de semana por la fundación Libres e Iguales, en los que casi doscientas personalidades de la vida social española se reunían virtualmente para proclamar públicamente su lealtad y apoyo a la monarquía constitucional con un "¡Viva el Rey!". Dice Iglesias que la derecha, al defender al rey Felipe, le hace un flaco favor, insinuando que al hacerlo señala y marca al monarca como rey de solo una parte del país. El argumento es perverso: Iglesias, su partido y sus aliados independentistas, con la colaboración silenciosa pero cómplice del sanchismo, lleva semanas cuestionando la neutralidad de la institución monárquica. El comportamiento de Iglesias al final de la parada militar del 12 de octubre, cubierto provocadoramente con un tapabocas con símbolos republicanos, y negándose -él y el resto de los ministros de Unidas Podemos- a devolver el saludo protocolario recibido por los reyes, puede parecer una mera anécdota mezquina, la demostración de la escasa educación de un malcriado, pero -por desgracia- es mucho más que eso. Es un gesto de cobarde desafío contra quienes representan institucionalmente la jefatura del Estado, y -precisamente por eso- no pueden defenderse. Iglesias pide a la derecha que no tome partido por el rey. Y lo dice el mismo político desvergonzado que unos días antes acusaba con irresponsable ligereza al rey Felipe, junto a Garzón y Echenique, de conspirar contra el Gobierno que entre él y Sánchez timonean.