Ya ha llovido desde 1987, en el que se celebró el Año internacional de la vivienda para las personas sin hogar. Pareciera que la situación no ha cambiado mucho desde aquellos diagnósticos que se realizaron y desde aquellas medidas que se diseñaron. Seguimos contemplando este problema global que tiene pliegues muy cerquita de nosotros, como nos está sacando a la luz el esfuerzo de las unidades móviles de atención en calle de Cáritas diocesana.

Me gustaría recordar algunas ideas de un documento de ese año 1987, elaborado por la Pontificia Comisión Iustitia et Pax. En él se afirmaba que la persona o la familia que sin culpa suya directa carece de una "vivienda decente" es víctima de una injusticia. Tal injusticia es claramente una injusticia estructural, causada y mantenida por injusticias personales. Esta injusticia debe ser considerada bajo dos aspectos distintos y vinculados.

El primero es el de las personas y familias sin casa, o sin casa digna. Estas personas y familias sufren una grave injusticia al carecer de una vivienda conveniente, porque sin ella no pueden vivir dignamente como personas o como familias. A esto se añade que, a veces, ni siquiera pueden vivir, es decir, simplemente subsistir. Los informes recabados más de una vez mencionan casos de muerte de personas sin techo causada por intemperie, frío o calor. En cualquier gran ciudad la vida está hoy marcada por estos graves episodios, a los cuales no se presta siempre la debida atención. Bajo otro aspecto, la injusticia que sufren las personas y familias sin techo se podría imputar a una organización social o a una voluntad política, a veces deficientes e impotentes.

El segundo, que no menos importante, y que conviene recordar también, es que, tanto la sociedad como el Estado están obligados a garantizar a sus miembros o ciudadanos unas condiciones de vida sin las cuales es imposible realizarse dignamente como personas y como familias.

También conviene recordar la antigua enseñanza de la Iglesia católica sobre el destino universal de los bienes. Este principio afirma que: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad». Esto significa claramente que aquellos bienes sin los cuales no es posible llevar una vida humana digna, deben ser procurados equitativamente a cuantos carecen de ellos. Aplicando esta enseñanza de la Iglesia sobre el destino universal de los bienes, se comprende que la propiedad tiene una función social, subordinada al bien común.

Evidentemente que habrá de articularse medidas que garanticen este destino universal con el derecho de propiedad privada, pero la reflexión sobre este principio nos ayuda a entender que la vivienda constituye un bien social primario y no puede ser considerada simplemente como un objeto de mercado. Vamos a repetirlo: La vivienda no puede ser considerada simplemente como un objeto de mercado.

(*) Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife