El anuncio esta semana de Alemania de limitar la libre circulación de turistas con Canarias a través del test y la cuarentena, medidas preventivas de retorno que se unen a las cortapisas puestas por el Reino Unido, Holanda, Bélgica y Polonia, entre otros mercados, sitúa a la Islas en una verdadera cuenta atrás en un doble sentido en su lucha contra la pandemia: primero, bajar al límite de los 50 casos por 100.000 habitantes para liberarse de las restricciones turísticas, y segundo, porque se trata del único medio para restablecer la confianza frente a las autoridades de los territorios emisores, más allá de que se consiga o no la puesta en marcha de un test propio o se suprima la obligación de la cuarentena.

Nadie quiere viajar a un destino con tantos contagios, aunque la inmensa mayoría radiquen en un solo municipio: Las Palmas de Gran Canaria. Doblegar la curva de la Covid-19 en un tiempo récord, cosa harto difícil, pero por la que hay que trabajar, posibilitaría salvar una parte de las contrataciones en el mercado de invierno, un balón de oxígeno para un sector, que, en caso contrario, se verá obligado al cierre de los pocos establecimientos que pudieron abrir sus puertas al socaire de los buenos datos epidemiológicos de la desescalada tras el estado de alarma. El cierre hotelero comenzará a producirse en los próximos días después de un verano en el que la pandemia se ha descontrolado y se han sentado las bases de la dramática situación económica que habrá que afrontar en los próximos meses.

La ruina completa o no de la locomotora económica depende, en primer término, de que los responsables sanitarios de Canarias y la sociedad canaria en general seamos capaces de revertir la situación. Como prueba, la petición al Ejecutivo regional de Sebastian Ebel, CEO de TUI, el primer operador del mundo, que confía en la capacidad de gestión para embridar el coronavirus. Las grandes compañías son las primeras interesadas en cumplir con sus compromisos y en hacer negocio con un destino que lo tiene todo -y sobre todo, calidad y buen clima-, pero necesitan seguridad y organización, condiciones inherentes de siempre a cualquier actividad económica.

Ninguna de las dos ha brillado desde que Gran Canaria cayó en desgracia, no así Tenerife -ejemplo de contención del coronavirus- por la expansión de las infecciones: todavía se sigue a la búsqueda del timonel idóneo con ceses y nombramientos -esta semana Conrado Domínguez como director general del SCS- que ha puesto en evidencia las tensiones del gabinete de Ángel Víctor Torres para encontrar la hoja de ruta para atacar la pandemia. Una persistente sensación de estar pisando terreno resbaladizo que, por si fuera poco, se une a la tardanza de Madrid en acceder a un inaplazable plan de rescate con la extensión de los ERTE turísticos. Además, se hace necesario un despliegue diplomático para pormenorizar sobre las zonas en las que realmente aumenta la pandemia, que no son precisamente las de los municipios turísticos.

Empeños como la póliza de seguro o el posible establecimiento del test de entrada y salida constituyen, sin lugar a dudas, manifestaciones fehacientes de que se trabaja de manera denodada por evitar la coyuntura del hundimiento del turismo. Con todo, también resulta asombrosa la pasividad y el conformismo de nuestra clase política en el plano reivindicativo con un Parlamento, cabildos y ayuntamientos ausentes, en claro contraste con situaciones pretéritas donde se reclamó y se reconoció, por ejemplo, un estatus especial acorde con la ultraperificidad del Archipiélago.

La sociedad insular, los operadores económicos y los trabajadores no pueden sentirse huérfanos ante una crisis global que amenaza su modelo de desarrollo. Necesitan el amparo desde todos los frentes, con una movilización política sin precedentes, ajena a las afinidades partidistas en Canarias o de Canarias con Madrid, que evite pensamientos tan negros como el hambre, la inmigración, la marginación juvenil, el atraso educativo, el aumento de la desigualdad, el paro crónico. Habría que remontarse siglos atrás para encontrar una generación de políticos con una responsabilidad tan enorme sobre sus espaldas. No pueden defraudarnos.

La incertidumbre no justifica que determinadas voces políticas aprovechen para cuestionar la idoneidad o no del modelo turístico para Canarias, o bien saquen su artillería teórica para criticar su dimensión y la necesidad de desandar lo andado. Un debate, por otra parte, omnipresente desde que el Archipiélago basó su dependencia económica en el turismo de masas. No parece que sea el mejor momento para diseñar el futuro, ni tampoco para frotarse las manos ante las dificultades de la industria turística. Es obvio que la pandemia nos ofrece lecciones en todos los ámbitos, incluso hasta en las relaciones humanas, por lo que sería absurdo pensar que el turismo no tendrá que aplicarse sus propias recetas una vez que el planeta se libere del azote del coronavirus.

La prioridad ahora mismo es bajar la curva, pues de nada serviría acudir al fomento de un test de salida y entrada, en definitiva, incidir en los corredores aéreos seguros, si seguimos fallando en la eficacia y el control. Seguro que hay una parte importante de responsabilidad que incumbe a los gestores públicos y privados para lograr el éxito. Pero otra no menor emana de los actos de los individuos y su propia ética personal, dado que sus comportamientos a lo largo de estas semanas van a ser claves para empezar a ver una luz en el túnel de la pandemia.