Descontrolada la pandemia del coronavirus, afectada gravemente la economía, hasta hace poco su mejor falso triunfo, Donald Trump, recurre al último cartucho que aún le queda, junto a la guerra fría con China, presentándose como el único capaz de garantizar la ley y el orden.

El presidente falsamente republicano parece haber escogido las ciudades gobernadas por los demócratas para acusar al partido rival de no impedir e incluso de fomentar los desórdenes de elementos radicales que campan por sus respetos, sembrando en todas partes el caos.

El más autocrático e indigno presidente de la historia de Estados Unidos pretende enviar a esas urbes, sin que ninguna de ellas lo haya solicitado, a tropas federales pertrechadas como si estuvieran en Irak o Afganistán para enfrentarse a los que caprichosamente califica de "anarquistas violentos".

Al igual que, para indignación de los demócratas, hizo semanas atrás en Washington, cuando decidió que agentes federales le limpiaran, junto a la policía, el camino de manifestantes para poder posar torpemente, biblia en mano, frente a una iglesia próxima a la Casa Blanca.

Conviene tener en cuenta que de las diez mayores ciudades del país, todas ellas salvo una, la californiana San Diego, tienen alcaldes demócratas, lo que constituye un aliciente para la campaña represiva que ha emprendido.

Trump, que no ha dudado en recurrir al perdón presidencial para librar de la cárcel a algún perjuro que mintió para no comprometerle, vuelve a abusar así de su poder, demostrando que le importa la Constitución de Estados Unidos.

El atentado contra las torres gemelas neoyorquinas del 11 de septiembre de 2001 permitió ya a la Casa Blanca aumentar sus poderes y, bajo el pretexto de la lucha antiterrorista, recortar los derechos civiles con la creación del llamado Departamento de Seguridad Nacional.

Pero ni el republicano George W. Bush, bajo cuyo mandato se produjo aquel atentado terrorista, ni el demócrata Barack Obama llegaron en ningún momento tan lejos como ha hecho ahora Trump con el recurso a agentes federales para tareas de orden público.

Impotente frente al que se empeña en llamar "virus chino", ese enemigo invisible al que quiso ignorar olímpicamente, negándose a mostrarse en público con mascarilla y diciendo que el virus desaparecería un día de modo milagroso, Trump pretende ahora infundir entre la población el miedo a un supuesto estado de anarquía.

Para ello no duda en calificar de "terroristas" a ciudadanos que se limitan a manifestarse en las calles en defensa de los derechos civiles y en protesta contra el racismo existente en la policía y a exigir que buena parte del dinero que se dedica a las fuerzas del orden se invierta en mejorar sociales y educativas.

El mensaje a su público más fiel, que poco a poco empieza a volverle la espalda, es que unos radicales totalmente descontrolados se dedican a profanar lo más sagrado, pretenden con sus acciones violentas borrar la historia y la cultura de Estados Unidos, y que el aspirante demócrata a la Casa Blanca, Joe Biden, es sólo el rehén de esos nuevos bárbaros.

Se trata de crear en la opinión pública una psicosis de pánico, lo que le permitirá, según coinciden sus críticos, seguir violando los derechos y las libertades de los ciudadanos y fomentar así el anhelo de un hombre fuerte capaz de restablecer el orden. Es la estrategia propia del fascismo.

Los desórdenes, reales o provocados, incluso pueden servirle de pretexto en noviembre para no reconocer los resultados de unas elecciones en las que se juega su segundo mandato. Pareció incluso jugar con esa posibilidad en una reciente entrevista por televisión.

Acostumbrado al silencio o las lisonjas de los cortesanos, sumisos e hipócritas que le rodean, incapaz de aceptar que alguien le contradiga, Trump es como una fiera herida cuyas reacciones nadie puede prever. Y ese es el mayor peligro en este momento.