Discutir una cosa y su contraria sin despeinarse, en cuestión de minutos, es algo tan español como el abanico o la peineta. Generalmente son expertos de estos de generación espontánea, con carreras de poco más de diez minutos y cuesta abajo. Somos así. Aquí todos sabemos mucho y de todo. Discutimos mucho y discutimos de todo y por todo. Y sin embargo€ parece mentira seamos tan duros, tan poco respetuosos con aquellos, con aquellas, cuyas conductas se salen de nuestro ojo de halcón en el seguimiento de las líneas que limitan el juego de la vida.

La pandemia no nos ha cambiado. Bueno, al menos no cuanto intuía. Pero puede que haya influido mucho más de lo que parecía en cuanto a la comprensión de ciertas "dolencias", más repetidas de lo que podamos imaginar.

Dicen psiquiatras y psicólogos que el confinamiento deja secuelas. Los que ya teníamos precuelas, los que hacen todas las repeticiones en múltiplos de tres para estar tranquilos, los compañeros del toc que hacen una misma ruta porque creen que así el día no se torcerá una vez más, los que se controlan el pulso en el cuello para contar los latidos y no saltarse ninguno, los que se miran los derrames en el ojo -hoy tengo una vena roja que no estaba ayer-, los que se comen las uñas y los dedos, ahora que no puedes llevarte nada a la boca, todos esos, ojalá reciban más compasión por quienes no creían en las enfermedades mentales.

Eran muchos los que, antes de las mascarillas, llevaban una mascarilla en los ojos para quien se caía de la frenética carrera de nuestro tiempo. Si tenías gripe, te daban cariño. Si te deprimías, no te comprendía nadie. No te entendía ni el sofá en el que querías quedarte ovillado para siempre a oscuras. Son legión despiadada también los insensatos que no se tragan la fibromialgia, que no les toque nunca ni cerca.

Ahora que el reptil de la ansiedad, se ha instalado en el estómago de miles y miles que jamás pensaron sentir ese nudo absurdo, es buen momento para tender la mano al "raro o rara de cojones". Se ha multiplicado el síndrome de la cabaña por el arresto domiciliario, dicen los expertos. Pero ya eran muchos los que antes no podían salir a la calle sin temblar como una hoja rota. Los que llenaban un depósito de muchos galones de valor para cruzar una plaza o para subirse a un coche y tener que atravesar un puente, el puente se va a caer.

Las enfermedades mentales son enfermedades, no presuntas mentiras para pasar el tiempo mientras te destrozas la vida. El insomnio pertinaz pudre. Muchos lo han descubierto con los ojos clavados y tachados en el techo de su cuarto durante esta pandemia.

Riamos con la vuelta a la normalidad a la que volverán solo los que antes ya eran normales. Risa sana sin metralla que no dañe a los que han entendido al fin la punta del iceberg de lo que duele el miedo, esa astilla que te hace sangrar el corazón en silencio, sin banda sonora o solo con la banda sonora del hastío. La hiel negra de la melancolía. La tristeza como una miel oscura, pegajosa, que te hunde en las aguas movedizas, en un pantano, en el pozo. Ojalá esta peste haya dejado algo de solidaridad con los incomprendidos que sufren alteraciones del ánimo, que tienen un alma que se estremece como una estrella de mar balbuceando en marea baja en la orilla de este océano inmisericorde. Ojalá seamos más comprensivos con aquellos a los que les patinan las neuronas. Con los raros de cojones. Por cierto, a ver si superamos ya estas expresiones. Tan típicas como denigrantes.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es