Los caminos recorridos por la ciencia en la búsqueda de medicamentos no han sido, necesariamente, resultado de un riguroso plan estratégico. En 1928, tras un mes ausente de su laboratorio, Alexander Fleming observó que un extraño moho había invadido y aniquilado sus cultivos de estafilococos. Debido a las dificultades para fabricar el hongo penicillium en cantidades aceptables, no fue hasta 1938 que Florey, Chain y Heatley tomaron el testigo y continuaron el trabajo de Fleming hasta conseguir penicilina purificada. Dos años después, J.M. Barnes demostró su eficacia en ratones infectados con estreptococos. La necesidad de un antibiótico efectivo en plena guerra mundial se unió al azar y, en 1941, Albert Alexander, desahuciado por una infección, se convirtió en el primer paciente tratado con penicilina, aunque falleció al mes siguiente al no disponerse de fármaco en cantidad suficiente. En 1942, Anne Sheafe Miller esperaba la muerte por septicemia en un hospital de New Haven. Muy pocos estudios se habían realizado en ratones y casi ninguno en humanos, pero en el mismo hospital estaba ingresado John F. Fulton -uno de los fundadores de la neurofisiología-, quien consiguió una pequeña cantidad de penicilina de su amigo Florey. Tras el tratamiento, Anne vivió 57 años más, y su recuperación sirvió a la incipiente industria farmacéutica americana para acelerar los ensayos clínicos que estaban en marcha. Desde entonces, la investigación farmacéutica se ha dotado de una impresionante capacidad para acelerar el descubrimiento de nuevas moléculas, sintetizarlas en el laboratorio y llevar a cabo, en poco tiempo, ensayos clínicos que evalúen su efectividad en pacientes. Al mismo tiempo, toda esa actividad se ha convertido en un poderoso instrumento de negocio, generando una industria en la que conviven zonas iluminadas con otras oscuras, lo que afecta al proceso de la generación de conocimiento biomédico y al mercado de las publicaciones científicas. La emergencia sanitaria provocada por la covid19 podría servir para analizar críticamente dónde estamos y qué hacemos. Si la penicilina fue un caso de referencia en el siglo pasado, hay quién se pregunta si con el dióxido de cloro -un gas que, disuelto en agua, tiene potente efecto desinfectante al aplicarlo sobre superficies- podría darse una situación similar en el actual. En los escasos estudios experimentales existentes, a bajas concentraciones parece tener efectos antivirales en cultivos celulares. Mientras algunos médicos sostienen su eficacia en privado, un estudio preliminar en Guayaquil -considerablemente mejorable, pero de buena fe-, ha reportado su utilidad en fases iniciales de la covid19, lo que justificaría investigaciones posteriores. Lamentablemente, buena parte de la historia de la "solución mineral milagrosa" proviene de la secta creada por Jim Humble en 1996, cuando "descubrió" su capacidad para sanar enfermos de más de 40 patologías, desde el autismo al SIDA, pasando por la disfunción eréctil. A Humble se le han unido una monja antivacunas, un agricultor valenciano, un alemán autodefinido como "biofísico natural", y un biólogo canario, desconocido en la Universidad de La Laguna, donde supuestamente obtuvo su licenciatura. Evidentemente, hay cierta distancia con Fleming.