Pedro Sánchez, que hace dos años accedió a la jefatura del Gobierno tras aprobarse en el Congreso una moción de censura contra el presidente Rajoy, lleva desde entonces ejerciendo el cargo de manera muy azarosa, sin que, tras nuevas elecciones en 2019, la coalición con Unidas Podemos le haya aportado estabilidad de ninguna clase. Todavía seguimos rigiéndonos por los últimos presupuestos de Mariano Rajoy, y no parece previsible, en este momento tan políticamente abrupto, que las Cortes puedan alumbrar los correspondientes a 2021 dentro del próximo período de sesiones.

El país se encuentra zarandeado por los vaivenes de la tensión política desde 2010, como mínimo. Una tensión que, ciertamente, resulta en buena medida hija de la Gran Recesión de 2008-2014 y de la crisis económica que ahora mismo nos sobrecoge como consecuencia de la pandemia de coronavirus. Pero tensión que también procede de la potente sobreactuación de buena parte de nuestra clase política, dedicada a incendiar la convivencia, ya sea por cálculo electoral o por supina estupidez. Los independentistas catalanes constituyen un ejemplo palmario al respecto, pero actualmente toda España es, si tenemos únicamente en cuenta a quienes componen el Congreso y el Senado, un país convulso, propenso a la demagogia, la ira y hasta el odio. ¿Es esto absolutamente comprensible y, por así decirlo, completamente natural? No lo creo. Más bien pienso que diputados y senadores "no nos representan", por utilizar la conocida fórmula ideológica de los indignados.

Los españoles tenemos a nuestras espaldas al menos cinco guerras civiles desde 1808-1814 hasta 1936-1939, con sus correspondientes secuelas de resentimiento generación tras generación. La última de ellas, particularmente feroz, aún proyecta sus fantasmas en la dialéctica de algunos partidos de izquierdas. Ahora bien, salvo ciertos ramalazos de espiritismo que sacuden algunas veces a los socialistas, no existe en los dos grandes partidos nacionales (PSOE y PP) ninguna concepción del mundo que sea totalmente antagónica, al revés de lo que sucedía en la década de los años treinta. Ambos partidos (y también Cs) son claramente constitucionalistas y se adhieren sin reservas de calado al Estado democrático de Derecho pactado en 1978. Naturalmente, no se puede decir lo mismo de los partidos nacionalistas, de Unidas Podemos y de Vox.

¿Por qué, pues, el bronco parlamentarismo de estos tiempos, tan poco bolcheviques como fascistas? A mi juicio, se trata de pura ventriloquía de guiñol, de enfadarse y gritar para distinguirse y reclamar la atención del electorado. Veamos un caso sumamente paradigmático: el cese del coronel de la Guardia Civil Diego Pérez de los Cobos. Todo indica que el ministro del Interior, bien a iniciativa propia, bien a la del presidente Sánchez, realizó un acto de represalia destituyendo a un subordinado que ocultó al mando político el contenido desfavorable para el Gobierno de un informe remitido a la jueza de instrucción que investiga el grado de conocimiento previo del Ejecutivo acerca de la gravedad de la extensión de la epidemia en los días anteriores a las grandes manifestaciones feministas del 8 de marzo. El choque de posiciones tiene, desde luego, sustancia constitucional, toda vez que es la propia Carta Magna (artículo 126) la que consideró necesario garantizar la estricta dependencia de la policía judicial de jueces, tribunales y ministerio fiscal en sus funciones de averiguación de los delitos y descubrimiento y aseguramiento de los delincuentes.

La metedura de pata de Marlaska -un hombre decente que, a mi entender, debería presentar la dimisión por responsabilidad institucional e integridad personal- ha sido objeto de una escandalera monumental por parte de la oposición, de sus medios de comunicación afines y de las redes sociales, empeñadas éstas en seguir ejerciendo su pretendido derecho a defecar en público como parte principalísima de las libertades de expresión y de reunión. La diputada de Vox Macarena Olona no sólo calificó de "indigno" al Ministro, sino que aseguró que se trata de una persona "con profundos complejos y traumas", en alusión vilmente homofóbica escasamente velada. Inmediatamente se desató una catarata de interesados elogios y adulaciones hacia la Guardia Civil, que para nada los necesita y que llevó a Pablo Iglesias a preguntarle a Teodoro García Egea si estaba apelando a la insubordinación de las fuerzas de seguridad del Estado.

Todo este mal rollo tiene poco que ver con la dinámica característica de un régimen parlamentario. Los grandes problemas del país -arrinconados en la Comisión del Congreso para la Reconstrucción, a la que cabe pronosticar un sonoro fracaso- son otros, muy distintos de los rifirrafes sobredimensionados de una casta de políticos profesionales cuyo peor pecado, sin embargo, no es el egoísmo cortoplacista, sino la mediocridad. Una mediocridad que da miedo. ¡Pobre España y pobres de nosotros!

(*) Catedrático emérito de Derecho Constitucional