A falta de saber en qué se concreta la "nueva normalidad" que nos anuncia el presidente Sánchez (que mucho nos tememos ha de parecerse demasiado a la antigua, pero mucho más complicada y confusa) la lucha por el control de la pandemia hace retoñar expresiones que fueron de mucho uso en nuestra juventud. Por ejemplo, "rastreadores" para referirnos a los profesionales encargados de seguir el rastro a los contagiados por el virus, identificarlos y confinarlos en una cuarentena para impedir que sigan expandiendo el mal. En cierto modo, una tarea parecida a la que se sigue con las enfermedades de transmisión sexual que solo prosperan por contacto íntimo entre personas. Los niños que nos educamos en el cine de posguerra sabemos para lo que valían los rastreadores, que eran unos personajes de las películas del Oeste y de las de cacerías de animales en tierras africanas. En las del Oeste, los rastreadores solían ser unos indios renegados que trabajaban para el ejército yanqui indicándoles el mejor camino para acceder a los territorios ocupados secularmente por las tribus indias (sioux, apaches, hurones, mescaleros, etc.). Normalmente, vestían una ropa que mezclaba elementos de las dos culturas enfrentadas aunque era casi obligado llevar en la cabeza un sombrero de estilo vaquero con una pluma. Los rastreadores iban por delante de la tropa avisando de las emboscadas. Era un trabajo arriesgado y de cuando en cuando los mercenarios eran descubiertos por sus hermanos de raza y pasados a cuchillo. Los rastreadores de animales salvajes eran otra cosa. Acostumbraban a trabajar a sueldo de cazadores profesionales que organizaban circuitos para solaz de blancos con alto nivel económico y deseosos de sentir emociones fuertes. Los profesionales, con la ayuda de los rastreadores, ponían a las bestias a tiro y si el cliente fallaba o le daba un ataque de pánico, las remataban con unos disparos certeros. La gallardía de los cazadores profesionales solía despertar el interés sentimental de las bellas acompañantes de los financiadores de la expedición y las jornadas cinegéticas se complicaban. África suele excitar las pasiones. Nuestro Rey emérito, Juan Carlos de Borbón, fue fotografiado al término de una cacería junto a un elefante que acababa de abatir y desde entonces la suerte le abandonó y al cabo de un tiempo hubo de abdicar en su hijo Felipe VI, del que, de momento, no se conocen fotos de monterías, ni siquiera de conejos o de perdices. Los Borbones tuvieron siempre afición a la caza pero las secuelas de la aventura de Botsuana les habrán hecho reflexionar. De quien no se conoce la identidad es del rastreador de las fotos que dieron pie al escándalo de las relaciones sentimentales entre Juan Carlos y Corina. Rastrear fue siempre una tarea apasionante y hay que desearles el mayor de los éxitos a los encargados de seguirle la pista al virus.