“Él me llama canarito porque yo nací en Canarias”, cantaba a la lógica geográfica Pepe Vélez. Ya habría sido raro que le llamara gallego habiendo nacido en Telde. Pero lo bueno que tiene la exaltación de la patria es que puedes decir las mayores obviedades, porque suenan con grandeza. Porque, a ver, ¿cuántos días aguanta uno a la sombra de un almendro por muy dulce que sea? Si es que te comen las moscas.

Cada vez que alguien quiere manosear la patria acaba echando mano de un poeta. Porque para eso están. Nadie se acuerda de ellos excepto cuando quieren emocionar a la peña. Entonces viene lo de la espuma de las olas atlánticas y la umbría de la destiladera de la abuela. En las primeras elecciones democráticas en Canarias, el independentismo le pegó tal susto a Madrid que se les quedó el pelo totalmente blanco. Fueron los tiempos de la exaltación del genocidio del pueblo guanche. Un crimen cometido por los conquistadores españoles de los que casi todos los canarios de pura cepa descendemos hoy, con ligeros vestigios aborígenes en el hematocrito.

Ahí estuvieron Los Sabandeños, con La cantata del Mencey Loco, musicando un poema -¿lo ven, siempre los poetas?- de Gil Roldán. Y Braulio con el Mándate a mudar dedicado al godito chulo. Y Taburiente que levantaba las pasiones de los jóvenes canarios. Y Caco Senante que cantaba en los sótanos de Aurrerá porque ya casi estaba de gaviota en Madrid. Y había editoriales canarias que publicaban libros transgresores. Había patria por todos lados, compañeros.

Pero para acabar con las malas hierbas no hay como un buen pesticida. La voz de un iluminado en la radio, cuatro atolondrados soñadores y unos cartuchos de dinamita robados de las galerías, se cargaron de cuajo independentismo canario. La muerte de 583 personas en Los Rodeos pesaron como una losa. Fue mucho más que una torpeza. Más que mala suerte. Fue el fin. A tomar por saco la patria. El independentismo soñador se fue muriendo lentamente. Y surgió el nacionalismo burgués democristiano. Y la bandera de las siete estrellas transitó de la clandestinidad subversiva a la luna trasera de los coches de la clase media.

Si te hablan de la patria, comprueba que llevas la cartera. La verdadera nación es la infancia. Ya lo dijo el Machado bueno. Y cuando creces, el sentimiento nacional consiste en llegar a fin de mes y pagar la hipoteca. El orgullo de la raza que no ha muerto, a pesar de que la pasaron a cuchillo los de la España imperial, mayormente se la refanfinfla a todos. Y mucho más a una juventud que viste igual en Nueva York que en Arafo. Que escucha la misma música. Ve las mismas series de televisión. Y si me apuras hasta hablan el mismo idioma.

Nos estamos quedando sin poetas. O sea, sin patria. El mundo se está convirtiendo en una cosa muy rara. Y a la sombra del almendro no llega la wifi. Treinta años de gobiernos nacionalistas y solo tenemos Binter. Hay que jeringarse.

Los intereses creados

Mariano Rajoy tenía un primo al que no colocó en el Parlamento Europeo (como hacen casi todos en Madrid con sus familiares) que sabía de todo y le daba consejos, pero gratis total. Lo mismo que Pedro Sánchez, que cada vez que viajaba por España se encontraba casualmente con una camarera de piso que le contaba lo mal que estaba todo con el PP. No es lo mismo que el caso de José María Aznar. Resulta que su mujer se metió en política y acabó en la Alcaldía de Madrid. ¡Para qué fue aquello! A la señora Botella le llovieron banderillas de castigo por estar a la sombra heteropatriarcal del tercero de Las Azores. Si la izquierda hubiera sabido entonces lo de Pablo Iglesias e Irene Montero igual se hubieran ahorrado el ensañamiento con lo de “la mujer de”; una acusación un poquito trufada de machismo que ahora se comen con papas. ¿Pero quién puede saber lo que nos depara el destino? Por ejemplo, te copias por encima del hombro de un compañero, en el cole, y andado el tiempo resulta que eres presidente del Gobierno y lo puedes nombrar, porque te sale del BOE, director general de algo. Que es donde Sánchez ha colocado a su coleguita del colegio de toda la vida pasándose por el refajo -como tiene que ser- el cabreo de la oposición. Ahora lo hacen unos y se indignan otros. Y antes al revés. La verdad, pura y dura: no tienen remedio.