Imagina que a tu padre, octogenario, le cuesta respirar. Que se te pone fatal y lo tienes que llevar hasta las urgencias de un gran hospital. Que te despides de él cuando se lo llevan para adentro y no te dejan pasar. Y que ya no lo vuelves a ver. Imagina qué tipo de irreparable dolor se te puede quedar por dentro.

El caso de Óscar Haro, director deportivo del equipo LCR-Honda, es de los que hielan la sangre en las venas. “Nadie debería morir solo”, dice. Y tiene razón. La misma que casi perdió cuando le llamó al médico que atendía a su padre para pedirle, entre lágrimas, que le diera permiso para dejarle ir. Para no seguir prolongando su dolorosa agonía, porque en los hospitales españoles no había respiradores suficientes para los mayores. Se los ponían a la gente joven. Los viejos se asfixiaban entre jadeos agónicos en cualquier cama de cualquier pasillo. O como ya hemos sabido, morían ni se sabe cómo en las habitaciones de una ignorada residencia de mayores.

Casi dos meses después de la muerte de su padre, Óscar Haro no ha podido enterrarle. Nadie sabe dónde están sus restos. Nadie le ha dado sus cenizas. Relata, de forma espeluznante, cómo vio, una de las veces que inútilmente pidió que le entregaran los restos de su padre, los cadáveres de muchas personas, en su mayoría ancianas, metidos en bolsas de plástico en trailers refrigerados por fuera del Hospital.

Hace unos días llegó a casa de su madre, también octogenaria, un talón de 46 euros remitido por el Gobierno para “ayudar” a los gastos del entierro. Parece una burla trágica, pero es simple ineptitud. El cuerpo de un hombre que trabajó desde los quince años hasta que se jubiló, sigue desaparecido. El país que ayudó a levantar le dejó morir en una esquina de un moderno hospital público porque no tenía medios para tratarle. Cerró los ojos sin tener a su lado a la mujer que amó toda la vida. Ni a sus hijos. A ningún ser querido. Murió oyendo el ruido de los pitidos de las máquinas y de su propio dolor al no poder llevar oxígeno a los pulmones. Qué horror. Qué pena. Qué vergüenza.

“Mi madre no necesita 46 euros de mierda. Necesitaba una llamada personal para ayudarla cuando estaba encerrada en una casa y nadie podía visitarla”, dice el hijo indignado. Es lo mismo que necesitaban miles de viudas y viudos ancianos que se quedaron angustiados y desorientados en sus casas mientras sus parejas de toda una vida morían muy lejos y muy solos.

Estamos celebrando que hemos salido de la crisis. Discutimos sobre la ineptitud de los gobernantes, la inexistencia de equipos de protección y el escándalo de las compras de material defectuoso. Pero nos hemos olvidado del dolor que se ha causado en tantísimas personas. Los protocolos sanitarios han sido inhumanos. Hemos arrancado a las personas más frágiles de sus hogares solo para permitir que murieran abandonados. No se lo merecían. Hemos sido unos miserables.

Más y más insultos

Al entonces secretario del PP, Francisco Alvarez Cascos, el PSOE le sacó en los vídeos como a un doberman de grandes colmillos. Con una mujer la cosa se complica. Los machotes progresistas creen, en su fuero heteropatriarcal interior, que las chicas son más débiles. O tienen miedo a que les llamen machistas si se pasan de frenada. No creo que a Cayetana Álvarez de Toledo le saquen en vídeo como a un lebrel afgano, con una costilla de Pedro Sánchez entre los dientes. Pero todo puede ser, si sigue la escalada de violencia verbal. Pablo Iglesias pega muy bien, pero encaja malamente. Seguramente le encantaría azotar a doña Cayetana en las nalgas hasta que sangrase, pero en el debate parlamentario eligió ridiculizarla llamándola “señora marquesa”. O sea, aludiendo a su padre, el marqués de Casa Fuerte. Craso error. La portavoz del PP le devolvió la caricia diciendo que Iglesias también era hijo de la aristocracia. Pero en su caso de la terrorista, porque su padre había militado en el Frap. La tropa de la Carrera de San Jerónimo avanza sin pausa hacia aquellos viejos modos fanáticos que acabaron con la última democracia republicana española. Yo te insulto, tú me insultas. Y luego ya si eso nos matamos. La estupidez es impermeable a la experiencia de la historia.