La señora consejera de Educación, María José Guerra, desprendía desde hace algunos meses un conocido olor político, similar al de los tenderetes de los fines de semana en el monte. Pasas en el coche por Las Lagunetas y te llega por la ventanilla el potente aroma de la carne a la parrilla, señal inequívoca de que el personal ha encendido las hogueras para comerse a alguien. Tal cual que en la política.

Los sindicatos de Educación, que tienen acreditada experiencia en chuletadas desde el inicio de los tiempos autonómicos, le declararon la guerra a la señora ídem. Lo peor es que también se la declaró parte de su equipo. El del PSOE, que se le había revenido, como los buches de ácido del mojo rojo.

Desde hace meses, en esa tierra imaginada que rodea al poder, hecha de los jirones de la niebla de los rumores y sus crueldades, los nombres de Teresa Cruz, la ex de Sanidad, y María José Guerra, la ya ex de Educación, se deslizaban como puñales emponzoñados. Los crecientes conflictos de sus correspondientes áreas se miraban como el humo de los incendios. “Han perdido la confianza del presidente”, te confesaba una garganta profunda. “Román y Casimiro están muy preocupados: son dos áreas con cincuenta mil trabajadores” te sugería otra. Los más listos de la clase observaban con creciente alarma los follones que se estaban montando en los dos sectores más potentes de la gestión del pacto.

Angel Víctor Torres, el bombero mayor del reino, se dedicó a intervenir en los conflictos de Sanidad. Mal asunto, para Cruz, cuando el jefe te viene a hacer el trabajo. Pasó lo que tenía que pasar. En política, cuando te pierden el respeto estás más tiesa que Carracuca. A la consejera la subieron a su apellido y aceptó disciplinada y calladamente el sacrificio. En Educación empezaron a hacer la misma cama. Pero la consejera Guerra, el pasado fin de semana, decidió que a ella no la iban a acostar. Ayer, lunes, se hacía pública su dimisión. Es la segunda cabeza que cae en el pacto de las flores.

Ya lo decía Guerra; el torero, no la consejera: lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.. Y lo de Educación ha sido justo eso. Un quiero y no puedo. Un orden frágil al que la crisis sanitaria le ha dado la puntilla. No hay manera de duplicar ni el profesorado, ni los centros, para atender a un alumnado al que debes aplicar las medidas preventivas de alejamiento social. No hay forma ahora mismo, ni presencial ni digital, de acabar este curso con un mínimo de orden y de sentido común. Y para colmo, no hay manera de enfrentarse a esas dificultades, si no eres una líder indiscutible, con un equipo fuerte y cohesionado, que sea capaz de transmitir confianza y de conseguir la buena voluntad de todo el mundo para escapar de este desastre. Porque de eso se tratataba: de escapar a la quema. Y Guerra no lo ha logrado.

Vamos a abrirnos

En el Gobierno, una y otra vez, insisten en decir o en proponer una cosa y su contraria. La semana pasada anunciábamos las cuarentenas para cualquier viajero que viniera de ese mundo asolado por el coronavirus. Esta semana ha tocado anunciar que España se abrirá al turismo internacional a partir de julio. Ya me dirán si no es contradición. El anuncio ha coincidido con la reflexión de que, en lo tocante a los españoles, una de las cosas que deberíamos plantearnos es no salir de nuestro país y hacer turismo nacional para conocer las espectaculares bellezas del paisaje y del paisanaje español. No sé si a los personajes que han lanzado estas propuestas se les ha ocurrido que eso es exactamente lo que están haciendo en Alemania y Gran Bretaña: países que están proponiendo a sus ciudadanos que caso de tomarse unos días de vacaciones decidan hacerlo dentro de las fronteras de su propio país. Resulta bastante estúpido que un país receptor de turismo -12% del PIB español- se ponga al frente de una campaña a favor de nos salir de las fronteras nacionales. Abrirse al turismo internacional es una frase publicitaria. Podría anunciarse también, pomposamente, que nos abrimos felizmente, como una caballa, al turismo australiano o al mongol. La pregunta es: ¿hay?