Han quitado los barrotes. Y la gente se ha lanzado a la calle como si no hubiera mañana. Ante la evidencia, el Gobierno ha decidido que la mascarilla será obligatoria. Así acaba el estrambote que empezó con "no sirven para nada". Un amigo, desde una prudencial distancia, me enseña una que acaba de comprar en una farmacia y que parece un cartucho de castañas asadas, pero sin castañas. Me dice, cabreado como un mono, que le ha costado casi diez euros. Le han dicho que es tan cara porque es una FFP2. No le comento nada, pero lo que realmente parece es una KK. Lo mires como lo mires, es un robo. Uno que ahora va a ser obligatorio.

De todas formas, si al mismísimo Gobierno le han timado millones de euros comprando mascarillas inservibles, tampoco es para mosquearse porque le claven a uno diez euros. Hasta poco me parece.

La ley del mercado es así. Como la de la gravedad. Si tropiezas, te estrompas. No hay que ponerse estupendos. En diciembre de cada año, con la puntual regularidad de una manada de ñus africanos, nos lanzamos a comprar los regalos más caros en las tiendas más llenas de gente sudorosa. Podríamos elegir otra fecha para comprar, pero acudimos al reclamo de los arbolitos, las bolas y las luces, para que nos claven a base de bien. Y adquirimos una chaqueta a cien euros sabiendo perfectamente que en unos pocos días, en cuanto empiecen las rebajas, la misma prenda valdrá cuarenta euros menos. Si somos así de idiotas de forma habitual, ¿de qué nos podemos extrañar en circunstancias excepcionales?

Llegó el coronavirus. Y ya sabemos lo que pasó. El canguelo nos bajó por las patas para abajo. Y los fabricantes de equipos sanitarios de protección se pusieron las botas. Pero esto es así desde hace ya muchos meses. ¿Cómo es posible que un país industrializado, como el nuestro, no pusiera en marcha la producción de mascarillas, guantes o geles hidroalcohólicos para abastecer el mercado nacional y no depender de importaciones de países que nos han estado sacando los higadillos. La respuesta no es nada compleja.

Hay empresas españolas -y canarias- que se propusieron hacerlo. Hicieron las inversiones, prepararon las cadenas de producción... Muchas de ellas aún siguen esperando que la maldita burocracia compruebe que sus productos cumplen con los requisitos legales. Están pendientes de empezar a producir. Lo tiene que certificar la misma administración que ha comprado millones de mascarillas fakes en China, que luego tuvieron que devolverse por inútiles. La misma que compró PCR para detectar el coronavirus, que eran inservibles. Esa administración y esos técnicos, que se la comieron doblada y malgastaron nuestras perras, son los que detienen y ralentizan los procesos de fabricación de productos nacionales de protección que serían mucho más baratos para los ciudadanos.

Padecemos una burocracia exigente con la empresa privada pero que se permite a sí misma gastar cientos de millones de nuestros impuestos en intermediarios piratas y compras de productos inservibles. Nos obligan a llevar mascarilla porque huele que apesta.