La pandemia, el confinamiento y la desescalada han provocado cambios importantísimos en nuestra forma de actuar, de sentir y de vivir. Creo que individualmente somos cada vez más conscientes de las cosas que son realmente importantes, de aquellas que afectan de verdad a lo que consideramos esencial -la familia, los amigos, la salud, la libertad, la economía- y de todo lo que es superfluo y durante estos años hemos creído que era imprescindible. Ha sido un proceso muy rápido, asumido de forma casi instantánea por la ciudadanía, pero a menor velocidad por las instancias públicas. Aunque también en lo público se ha producido una obvia jerarquización de preocupaciones e intereses: desde que empezó esta versión doméstica del apocalipsis, se escuchan menos declaraciones públicas sobre lenguaje inclusivo, o bienestar animal o eficiencia ergonómica. No es que la perspectiva de género sobre el lenguaje, o los derechos de las gallinas o la comodidad de los trabajadores de oficinas y despachos haya dejado de preocupar a quienes antes consideraban estos asuntos extremadamente importantes. Lo que ocurre es que han surgido otros que -por su gravedad y urgencia- desplazan al resto del discurso público.

Aún así, una de las cosas que más nos está costando cambiar es la idea de que el Estado y sus instituciones son responsables de resolver todas las situaciones que puedan presentarse. Sin duda, esa percepción ha sido alimentada durante años por una clase política que se acostumbró a vender a su público que los recursos son infinitos, y todo era posible. Pero resulta que no. No todo es posible, y ahora menos. Por eso, observo cada vez con más fascinación -y un punto de nihilismo- propuestas y argumentos que se me antojan meras ocurrencias: una de ellas es que hay que reducir el número de alumnos por clase -a 15, según parece- y eso requiere duplicar el número de maestros y profesores, y también el de instalaciones.

Ayer me vi involuntariamente incorporado a un acalorado e intenso debate sobre la obligación del Gobierno de poner los medios y recursos para atender a ese necesario e inevitable desdoblamiento, y tuve por momentos la sensación de que estábamos todos fumados: ¿Doblar de aquí a septiembre el número de aulas? ¿Duplicar el número de profesores?

En una situación como la actual, con la quiebra de los ingresos de las administraciones públicas, Cabildos, Ayuntamientos y Gobierno de Canarias saben ya que van a tener problemas para poder pagar las nóminas. Alguno de los ayuntamientos de las islas, a los que se ha reducido un 54 por ciento los ingresos del REF, se encontrarán con ese problema inminentemente, ya a finales del próximo mes de junio. En el Gobierno han retrasado el problema: para hacerlo, el consejero de Hacienda pidió una póliza de crédito de 1.700 millones, que en principio debe ser liquidada antes de fin de año, porque trasformar ese crédito de corto a largo plazo requeriría de la autorización de Madrid, y -visto lo visto- no parece que eso vaya a producirse. Menos aún va a ocurrir que se canalicen recursos nacionales para desdoblar todas las aulas y profesores. Es inviable hacerlo. Este es un debate ridículo sobre una propuesta irrealizable. Como tantos debates y propuestas que se producen en este país.