En la calle, bajo los últimos rayos del sol, me encuentro al colega con su hermosa perra. Mi chucho, comparado con ella, es un peludo despojo zoológico, pero, por supuesto, está convencido de que podrá disfrutarla, y juntos correrán por encima de un verde y sedoso prado. Tira de la cuerda desesperadamente y empieza a gemir con mucho sentimiento. El petrarquismo empezó más o menos así. Enamorados como perros que gemían armoniosamente. Mi colega lleva una mascarilla magnífica, envidiable, regalo de un vecino, y como es el mayor cinéfilo del país, le hace cierta ilusión pasear como un personaje de George Romero por una ciudad que padece de alzheimer desde siempre. Porque Santa Cruz de Tenerife lo único que recuerda son los últimos carnavales, que siempre son idénticos a los anteriores, y así sucesivamente hasta remontarse al Adelantado Alonso Fernández de Lugo.

Mi colega y yo hablamos cinco minutos a unos dos metros de distancia, cada vez más nerviosos, como si estuviéramos cometiendo un delito. ¿Se puede hablar en la calle durante el estado de alarma a dos metros de distancia? ¿Es un gesto de insolidaridad? ¿La conversación debe versar exclusivamente sobre asuntos relacionados con la pandemia? Mi colega lo intenta. Miramos a nuestro alrededor: tiendas, cafeterías, pequeños establecimientos de menaje y ropa barata. "Si el encierro de prolonga hasta mediados de mayo", le digo, "la mayoría de estos comercios ya no abrirán". Mi amigo está a punto de responder pero observo que desvía la mirada hacia arriba. Varios vecinos se han asomado a sus ventanas atraídos por el ruido rumoroso de la conversación. Una señora de melena azulada nos escruta, ceñuda censora cenital, desde su cuartucho a oscuras. Es otro detalle a descubrir: cualquier diálogo en medio del silencio pluscuamperfecto de la calle se puede escuchar desde un tercer piso. Nos despedimos torpemente y cada cual sigue su camino. Al cabo del rato suena mi móvil, lo atrapo difícilmente con los guantes y es la voz del amigo: "Te llamo más tarde para poder hablar".

Para poder hablar.

Por la noche buenas noticias: en Bruselas los gobiernos, finalmente, llegan a un acuerdo: 550.000 millones de euros entre los créditos del Mecanismo Europeo de Estabilidad, el Banco Europeo de Inversiones y el SURE (seguros de empleo). Es un comienzo justito, pero un comienzo. También se refieren a un vaporoso Plan de Reconstrucción, sin mayores detalles, incluyendo, por supuesto, su fórmula de financiación. Pero ya establecida la línea de emergencia de medio billón de euros a través de los tres mecanismos, y con el estado de alarma prolongado casi hasta mayo, el Gobierno central tiene que empezar a mover ficha frente a las comunidades autonómicas y los ayuntamientos. Negociar rápida y eficazmente: un 30% para el Estado y un 70% para las comunidades y las corporaciones locales, por ejemplo. No para el próximo mes, sino para la próxima semana. El polvorín se está cebando con la inacción económica de las administraciones públicas. A ustedes se les paga por eso. No se retrasen porque, también por primera vez en muchos años, hay un riesgo cierto que esto se los lleve por delante y que el sistema democrático mute -exactamente como un virus- y se transforme en algo que devorará las libertades públicas y las conquistas sociales sin emitir ni un eructo.