De un tiempo a esta parte, el concepto "información" ha variado sustancialmente. Las redes sociales (esa nueva ágora donde todas las opiniones tienen cabida) y, sobre todo, la inmediatez asociada a estas han dotado de un amplísimo eco dentro del universo digital a noticias cuyo alcance era antaño limitado. Hasta hace escasos años, la difusión de contenidos no veraces contaba con un reducido campo de acción, puesto que las barreras de entrada al sector de la comunicación se situaban a considerable altura. Sin embargo, hoy en día la tecnología ha modificado esta realidad merced a la irrupción de plataformas como Facebook, Twitter y WhatsApp que, sin duda, han cambiado las reglas del juego.

La posibilidad de divulgar mensajes crece de forma exponencial y, tristemente, una de sus categorías más celebradas es la centrada en catástrofes, desgracias o crisis como la que estamos padeciendo actualmente. A la par que las fuentes oficiales aún no han tenido tiempo de contrastar los datos, los impulsores de los bulos ya están aprovechándose del tirón que genera el caos, procediendo de un modo absolutamente repugnante y hasta delictivo. Parece como si, en el fondo, existiera un afán colectivo por recrearse en el escándalo y el dolor que, a menudo, acompaña a la falsedad, en vez de en un esfuerzo por buscar la verdad contrastada, aunque resulte más neutra. Asimismo, cada individuo tiende a dar por ciertas las afirmaciones acordes con su ideario y por falsas las demás, la mayoría de las veces sin acudir a la fuente ni haber leído siquiera el contenido que acompaña a los titulares.

En esta coyuntura tan dramática que padecemos, cabe incidir también sobre una de las más célebres colisiones dentro del ámbito jurídico, que es la protagonizada por el derecho a la información y el derecho a la intimidad y a la propia imagen, recogidos respectivamente en los artículos 20 y 18 de la vigente Constitución Española. Siempre y cuando tenga el insoslayable carácter de interés general y a través de un ejercicio debidamente ponderado, el primero de ellos debe primar sobre el segundo, si bien han de contemplarse las circunstancias del caso concreto, a fin de tutelar mecanismos judiciales y extrajudiciales llamados a controlar los excesos que pudieran suscitarse. Resulta, pues, imprescindible tener conciencia de la necesidad de alcanzar ese deseable equilibrio entre ambos derechos constitucionales: el de comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, y el de salvaguardar el honor, la intimidad personal y familiar, y la propia imagen.

Sea como fuere, y con independencia de que la libertad informativa sea un pilar incuestionable de un Estado democrático, no es menos cierto que debe ir acompañada de la responsabilidad y la ética periodísticas, todo ello en el marco del ejercicio digno de dicha profesión. Insisto en este matiz porque vivimos una etapa en la que, en demasiadas ocasiones, el morbo más primario está sustituyendo al rigor y a la seriedad, lo que se traduce en un debate público de bajísima calidad centrado en el sensacionalismo, alejado del sosiego e impropio de una sociedad madura y con criterio.

Yo, como ciudadana, aspiro a estar informada de manera fidedigna y honesta, pero confieso que la oferta de este tipo de espectáculos desagradables y atentatorios contra la intimidad me produce un rechazo total y repruebo abiertamente a quienes se hacen eco de ellos, dado que han renunciado a las citadas responsabilidad y ética periodísticas en pos del negocio. El denominado Cuarto Poder ha de conservar más que nunca la moral y la cordura, y renegar de esa tendencia perversa al efectismo que con tanto entusiasmo adoptan otras incontrolables plataformas alejadas de la profesionalidad. A mi juicio, resulta del todo inaceptable que el hecho de disponer de un teléfono móvil convierta a cada usuario en un émulo de reportero, con el incalculable riesgo que ello comporta.

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