En los felices tiempos en que mi única hermana y yo éramos chicas, nuestros vecinos más queridos eran dos niños y una niña que acababan de llegar al edificio directamente de Nueva York, donde habían nacido.

Los primeros días nos escondíamos tras la puerta de casa, en absoluto silencio, solo para oírlos hablar, fascinadas con su español exótico. Pasaron bastantes más hasta que, tímidamente, nos atrevimos a sentarnos en el rellano a esperar que llegaran para poder mirar de cerca sus camisetas con destellos de purpurina y apliques de vinilo y sus tenis coloridos y brillantes. Y otros tantos hasta que les hablamos y ofrecimos lo mejor que teníamos: dos nancys mutiladas y un radiocasete de plástico.

Sin haber salido jamás de la isla, se nos antojaba que aquellas tres criaturas eran una suerte de seres privilegiados, surgidos de alguna fantástica conjunción de estrellas porque, a saber: venían de beber leche en cajas de cartón, cuando en casa andábamos todavía por los paquetes de leche en polvo; habían comido hamburguesas de tamaño nunca conocido en esta galaxia, acompañadas de cubos de papas fritas que dejaban en vergüenza a cualquier abuela; habían bebido refrescos de todo tipo, tamaño y color; habían practicado el desconocido y extravagante deporte de comer por la calle y, atención, lo que más echaban de menos de su país era poder ver dibujos animados a las seis de la mañana, antes de ir al colegio, en cualquiera de los tropecientos y pico canales que tenían a su disposición.

Eso sí que era mágico

Nosotras, niñas ignorantes de este lado del planeta, teníamos, por entonces, que esperar a que la carta de ajuste de las cuatro de la tarde diera paso al programa infantil de turno. Y todavía tendrían que pasar un par de años hasta el advenimiento del UHF, que, en ese momento, solo se podía sintonizar en las grandes ciudades. Así que ni corriendo íbamos a poder alcanzar el nivel de nuestros vecinos que, hasta que se aclimataron y se olvidaron de esos privilegios, eran personajes fantásticos llegados del futuro.

Cuando nos quedábamos solas comentábamos entre nosotras lo desgraciadas que seríamos si nuestros padres nos hubieran obligado a salir de un paraíso catódico como Estados Unidos para desterrarnos en el limbo de la tele de los primeros 80, donde mi hermana veía dibujitos y yo la zarzuela.

De modo que la precipitada admiración inicial comenzó a dar paso a la lástima. Pobres niños, condenados a un único canal y al apagón de las doce de la noche, a los dos rombos y al vídeo comunitario. Pobres reyes destronados de los milkshakes y los marshmallows. Pobres desheredados de los talk shows y el espectáculo sin fin.

Y los años, que no perdonan una, se sucedieron. Y llegaron los 90 y, con el inicio de la década, las cadenas privadas. Y llegaron las mamachicho, el tuttifrutti, los piscinazos, los realities, las peleas en directo, la hegemonía de las exnovias y los presuntos amantes. Y llegó A.R. y se hizo mucho más famosa que J.R. Y llegaron los tertulianos del corazón y las vísceras. Y las declaraciones millonarias, a medio camino entre la casquería más burda y el desnudo integral. Y llegaron los programas contenedor con dos cortes en medio para los informativos. Y llegaron los pelos y las señales.

Y éramos libres para elegir y había mucho donde elegir, pero todo lo elegible era prescindible.

Y, entonces, aunque nunca lo comentamos en voz alta, nos dimos cuenta de por qué nuestros vecinos decidieron traer a sus hijos de Nueva York.

Ellos sabían que ningún niño que viera cada tarde a Oprah podría salir indemne.