Pablo Iglesias les ha dicho a los de Anticapitalistas que tienen la puerta abierta para marcharse del partido, una vez que él ha encontrado la gatera para colarse en el Consejo de Ministros. Para Iglesias y su muy reducido núcleo era fundamental entrar en el Gobierno. Podemos no soportaría en la oposición otra legislatura: la crisis de los errejonistas, que terminaron saliendo de la organización y montando su propio y menesteroso chiringuito, no era la única que tensaba las cuerdas del partido. Se pudría melancólicamente en la impotencia. Si insistes en que tu partido es mero instrumento para cambiar las cosas, y el instrumento sigue colgando en la pared de un taxidermista, tu existencia política parece superflua. Ahora Podemos tiene ministros, directores generales, asesores, chambelanes. Muchos se indignan por las contradicciones de Iglesias y sus cuates, atornillados al poder institucional, pero uno llega al poder, precisamente, para poder contradecirse: seguir llamándose revolucionario y desplazarse en coche oficial, aplaudir al Rey o practicar el clientelismo como si no hubiera un mañana. Todo eso se hace, niños y niñas, para que la derecha no llegue al poder y nos arranque los ojos a medianoche, mientras dormimos o vemos Netflix.

Más allá del gran objetivo del pacto entre el PSOE y Podemos - que no gobierne el fascismo otros cuarenta años con Casado como Caudillo por la gracia de Dios, Arrimadas como Pilar Primo de Rivera y Abascal como requeté a caballo - está un programa de gobierno vaporoso y que no podrá comenzar a desarrollarse hasta aprobar los presupuestos, condicionados por acuerdos con ERC que incluyen desde fuertes inversiones estatales en Cataluña a modificaciones del Código Penal para que queden libres señores y señoras acusados de sedición y de malversación de fondos públicos, sin descartar una futura consulta entre los catalanes sobre las relaciones con el Estado español. Alcanzado un acuerdo con la Comisión Europea para fijar los objetivos de estabilidad que España deberá cumplir entre 2020 y 2023 y fijado el techo de gasto el Ejecutivo podría (debería) remitir el anteproyecto presupuestario antes de finalizar marzo para que se aprueben a principios de julio. Si logran hacerlo.

Iglesias no tiene prisas. Ha asumido un horizonte de una década: ser el socio menor del PSOE y, gracias al apoyo de los nacionalismos vascos y catalanes más pactistas, impedir una alternativa gubernamental. Mientras mantenga un 10% del voto global y unos 25 diputados puede enfeudarse en esa posesión, y si debe montar una nueva franquicia en Andalucía, lo hará, mientras bendice el regreso a la Casa Común de los errejonistas desilusionados. Al mismo tiempo, procura reactivar sus contactos con comunidades y grupúsculos que empujaron las mareas y protestas callejeras en favor de la sanidad, las pensiones o la vivienda, en un proyecto de largo alcance para pisar moqueta y asfalto: un simulacro de la dualidad peronista para gestionar presupuestos y la protesta. La ilusión transformadora terminó. Ahora queda el dulce prosaísmo de gobernar.