En la historia del periodismo ya hay un lugar para Albert Soler, entrevistador, cronista, columnista, satírico mayor del Reino de España y primero inter pares de los que, en su lengua, el catalán, o en cualquiera de las otras lenguas patrias se tomaron tan en serio la realidad (del procès, principalmente) que no han dejado de burlarse de ella.

Soler, hombre de facciones dulcificadas por la risa, pero potente de aspecto, pocas bromas con su musculatura, escribe en el Diari de Girona, de su pueblo, que es la capital de la Cataluña independentista a la que zahiere. El periódico, según ha dicho en varios foros y repitió este miércoles en Madrid su director, Jordi Xargayó, ha recibido señales, de cercanos a Carles Puigdemont, para que lo baje de su plantilla, porque su nivel de sátira está por encima de lo que puede tolerar la piel actual de los líderes del procès. La hija de uno de los más próximos al líder escapado le envió un mensaje a Soler, amenazándolo de peculiar manera: "Si un día te veo te miraré fijamente a los ojos". Su padre, el ahora senador Matamala, fue más directo: le dijo a Xargayó, que además es su vecino, que ya era hora de dejarlo caer€

Pero ahí está Soler, y ahí está el Diari de Girona (editado por este grupo, Prensa Ibérica) cada día, recogiendo crónicas, entrevistas, columnas, que son de lo más saludable que se ha publicado en este país al menos desde que Julio Camba fue sucedido, en el mundo de las columnas periodísticas, por Manuel Vázquez Montalbán y por Juan Marsé en el inolvidable Por favor.

Ahora un grupo de admiradores de Soler ha patrocinado la publicación del libro Nos cansamos de vivir bien. La otra cara del procès, que es el que, ante un público risueño hasta la carcajada, se presentó este miércoles en la Librería Blanquerna de Madrid. Había cierto interés por ver cómo este centro cultural tan entrañado con los intereses de la Generalitat iba a acoger a este diablo al que los Puigdemont quisieran devolver al paraíso, pero no pasó otra cosa que risas y fiestas, acompañando a la sátira que tanto Soler como su colega Ramón de Espanya exhibieron con una hilarante maestría.

Tuvieron la gentileza de pedirme que interviniera. En el estrado fui un espectador más de los lances Espanya-Soler, pero como me tocaba decir algo recurrí (como ya había adelantado el director del Diari) a cierta seriedad de la metáfora literaria para explicarle a la gente (y explicar ahora) hasta qué punto la sátira es un alto género literario, que requiere herramientas que no son solo resultado de la burla, sino del análisis riguroso, inclemente, de las estupideces que van armándose en la sociedad de tal manera que lo más inverosímil y lo más estúpido terminan pareciendo dichos sagrados. Igual que los Beatles en La noche la de aquel día, lo que hace Soler es dejar desnudos a Puigdemont y los suyos, lanzando por el váter del tren tanta solemnidad con la que han querido vestir su charlotada.

El libro tiene 313 páginas. Cada una, casi, es la reproducción de una crónica. La escritura de Soler hace que cada una contenga, además de un leit motif, como mandan los cánones, una historia, y esa historia se lee, como ocurre con los textos de Raymond Chandler, sin que pierdas el aliento y con tanta intensidad que éste sigue, de igual intensidad que cuando cogiste la primera respiración. Y no se me ocurrió mejor imagen que asociar este meandro infinito que constituye el libro a la estructura de Rayuela, de Julio Cortázar.

En Rayuela el argentino (que nació en Bruselas, por cierto, cerca de Waterloo, donde Puigdemont no quisiera leer a Soler, pero cada día lo espera con las uñas de matar) halla cada día (cada noche) una alarma más, una razón más para seguir soñando, y sus materiales son el humo y los sueños, y los malestares del niño Rocamadour. En el libro de Soler Rocamadour, aquel niño doliente, es el procès, un mal nacido en torno a 2006 y que ha tenido la virtud de exponer a los catalanes a un ejercicio despiadado de ping pong de buenos y de malos.

Sentado en la silla de pista de este boxeo por el que se transita con todas las gamas del estupor, Albert Soler va armado de argumentos de Chaplin, Groucho o Guillermo Cabrera Infante, pues siempre que sube el suflé de naftalina él tiene el humor que condecora su escritura con la alegría con que afronta el hecho de que la hija de Matamala amenace con mirarle fijamente a los ojos.

Periodistas de todo el mundo, uníos: lean a Albert Soler y verán que es cierto que el periodismo (de sátira) no ha sido tragado por lo políticamente correcto y por la solemnidad impostada de las tertulias. La buena escritura de Soler es una señal de humo que habría que seguir para recuperar la alegría de ser periodistas.