Los servicios sociales acaban de desvelar que algunos de los menores tutelados por el Consell de Mallorca son víctimas de situaciones de explotación sexual, una revelación que ha generado estupor y polémica. Los responsables de estos servicios han defendido que los protocolos que se activan en estos casos funcionan correctamente y explican que los centros en los que se acoge a estos niños y adolescentes, para protegerlos de situaciones familiares de desatención o violencia, no son cárceles y que los abusos se producen fuera de los lugares de acogida y de la vigilancia de sus cuidadores. Al mismo tiempo el Govern, por su parte, ha reconocido que en los últimos años han tenido que despedir a cinco trabajadores por conductas inadecuadas con los internos de instituciones como Es Pinaret, a los que sí se aplican medidas judiciales de privación o restricción de libertad. Esta es la información que se ha proporcionado y que los medios nos hemos encargado de transmitir, no sin exponernos a críticas que nos responsabilizan de activar una alarma a la que se no se puede quitar hierro de ninguna manera.

Otra cosa es la interpretación, que siempre es libre. A simple vista parecería que nadie puede garantizar que estos menores estén a salvo, ni en la calle ni bajo vigilancia. No debemos dudar de la excelente labor de los profesionales que tienen que resolver a diario circunstancias muy complejas en los programas de protección; todos estos chavales llegan con una mochila vital que a cualquiera con una existencia medianamente mediocre le quita el aliento. Muchos de ellos lograrán llevar una vida normal, incluso algunos irán a la Universidad y puede que la mayoría consigan un trabajo con el que recobrar una dignidad que nunca conocieron en su infancia. Pero la revelación de estos casos plantea interrogantes dolorosos. El primero de ellos, si se habría conocido la situación real de no haberse hecho público el lamentable suceso de la violación, presuntamente grupal, de una niña en Palma la pasada Nochebuena, a manos de otros menores. Después cabe preguntarse cuál es el grado de repetición de las fugas de internos y si podrían evitarse, cuando sus intenciones parecen ser conocidas de antemano por el hecho mismo de su reiteración. En tercer lugar, y desde la más absoluta ignorancia acerca de la efectividad de las normas y procedimientos, sorprende que se defiendan unos protocolos que a todas luces parecen fallar en el objetivo básico: proteger al menor, hacerle sentir seguro para garantizar el éxito del programa de inserción. De entrada todo apunta a que es imprescindible que se coordinen mejor los aspectos socioeducativos de los proyectos terapéuticos con la perspectiva judicial. El goteo de casos que ha salido a la luz es alarmante, con independencia de su proporción sobre el total de personas a las que se atienden a través de estos recursos.

Nuestra sociedad efervescente e hiperconectada facilita que los niños queden desprotegidos frente a riesgos de los que no se puede excluir a nadie, esté o no en situación de vulnerabilidad. Sucede incluso en las mejores familias, se percibe en los colegios. El padre de una niña que murió víctima de una red de prostitución que le suministraba droga a cambio decía estos días que nunca tenemos los ojos suficientemente abiertos ante esta amenaza, que es mayor cuanto más se invisibiliza. Pero a veces parece que a los invisibles no se les echa de menos. No es fácil saber qué intenciones planean por la mente de un adolescente y su fragilidad es enorme. Tampoco es sencillo, como informadores, hallar el modo equilibrado, distante, de comunicar hechos que escapan a nuestra comprensión. Que me libren de saber cómo ser mejor madre que nadie, ya me gustaría, pero lo mínimo que podemos hacer al leer o escuchar los detalles de estas víctimas es escandalizarnos y exigir que no bajemos la guardia ni permitamos que otros lo hagan.