La paz comienza en casa. Sobre todo en la casa interior de lo que cada uno de nosotros somos. De la misma manera, la guerra comienza en el interior de la persona. ¡Cuántas batallas libramos con noso-tros mismos y con los más cercanos! Luego se generarán los misiles de alto alcance y los drones de precisión. Sin personas pacíficas no habrá sociedades en paz. Y digo pacíficas, porque en ocasiones la búsqueda de la paz con sonoridades violentas adquiere la nomenclatura ideológica del pacifismo. Hombres y mujeres pacificados y pacificadores, reconciliado y reconciliadores.

Es terrible que la guerra pueda ser un negocio y que cuando se revuelven las aguas internacionales haya pescadores que se aprovechen. No lo dudemos, hay quienes se alegran de la existencia de los conflictos y de las guerras. Hay quienes se enriquecen cuando la sangre se derrama. Nadie lo dice, pero todos lo sabemos, y su pícara mirada se convierte en una hipócrita actitud diplomática. Apena pensar que existen odontólogos de la política internacional que se llenan los bolsillos con los terribles dolores de muela de las poblaciones alentadas por el grito de la venganza. A esos males se les llama también "pecados" estructurales. No los comete alguien concreto, pero todos bebemos esa agua del rio envenenado por el individualismo salvaje.

Tú diplomacia y la mía pasa por el espejo. No podemos pacificar lo global, pero podemos pacificar lo personal. Podemos vencer la guerra interior y el conflicto de nuestra minúsculo entorno existencial. Y ahí se juegan las grandes batallas. El movimiento de la "no violencia activa" es capaz de lograr independencias, como en la India, pero antes ha de ganar la libertad interior que elimina la palabra altisonante, el insulto provocador, la crítica inmisericorde, el chisme malintencionado..., bombas "la-pa" de la convivencia interpersonal.

La paz comienza en cada una de nuestras casas. Educar para la paz es más que recortar palomas blancas en el colegio una vez al año. Educar para la paz es una forma de vida permanente en la que nos esforzamos porque el amor juegue la batalla diaria de perdonar al que falla, de corregir con cari-ño, de sonreír al que piensa diferente y de compartir nuestras certezas razonadamente. Aprendiendo a dialogar, pues si la paz es la meta, el diálogo es el camino. Y dialogar no es el arma de los cobar-des, sino el valiente camino de la paz verdadera.

La paz exige la justicia. La paz es el nombre social del amor. La paz es una conquista. Porque si de-jamos que las cosas fluyan sin más, las turbias hebras de la discordia que llevamos dentro se encarga-rán de enfrentarnos espontáneamente. No somos buenos por naturaleza, aunque nuestra naturaleza sea buena. La experiencia nos recuerda que la lucha entre el bien y el mal es original y consecuencia de nuestra condición libre. No somos máquinas, somos personas. Y hace falta alimentar la virtud con gracia y esfuerzo.