Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no se odian, pero tampoco son uña y carne. Antes de llegar a este apaño intercambiaron puñaladas dialécticas que aún no han cicatrizado. Presidente y vicepresidente -uno de los cuatro que integran la segunda plana mayor más larga que se ha constituido en el periodo democrático- están obligados a entenderse, pero no apuesten ni un solo céntimo por una paz duradera. ¡Habrá días de guerra!

Si Felipe González y Alfonso Guerra se fajaron en más de una ocasión cuando remaban en el mismo barco, qué no va a pasar entre dos líderes que ideológicamente son voces equidistantes que el presente ha querido enhebrar tirando del recuerdo de Azaña. Las traiciones, dentro y fuera del gabinete, llegarán más temprano que tarde y entonces será el momento de calibrar el músculo de una unión interesada. Eso sí, las relaciones complejas, a veces, tienen más fiabilidad que un amor a primera vista: lo de Sánchez e Iglesias no es un flechazo. Han decidido juntar sus manos, y las de otras formaciones de dudosa catadura moral, por el bien de un país sumergido en la duda descartiana de no saber si vota para vivir o vive para votar. Vienen días difíciles y la caja de los truenos está abierta desde hace rato.