Decía la publicidad del concierto del Spirit of New Orleans Gospel Project que se escucharían clásicos de Armstrong, temas de Navidad y hits muy conocidos. Eso y que el grupo original fuera la Joyful Gospel Singers además de mi interés por toda clase de música (¡ojo que no estoy incluyendo raps, hip hops ni reggaetones) me llevaron a comprar la entrada con antelación. Quizás por ello no hubo marcha atrás cuando leí que su público consistía en aquellos con "ganas de divertirse".

Efectivamente debe de haber mucha gente alegre y animada porque el recinto se completó aunque la hora de comienzo se dilatase por la demora en la llegada de muchos de los asistentes. Seremos risueños pero nos tomamos con mucha seriedad esa nuestra enseña nacional que es la falta de puntualidad.

La futura puesta en escena, con proliferación de altavoces a los pies de cada micrófono, ya me produjo un ligero pálpito que se agudizó y llegó a estremecimiento por el biombo acristalado que aislaba la batería, un potente artilugio parecido a un carro de combate, al conocer como cualquier otro oído sensible, los problemas de sonoridad de nuestro Auditorio cuando se combina instrumento y voz.

Les prometo que nunca antes había asistido a un espectáculo representado de la forma de éste. Suponía que primaría la sonoridad de las voces por encima de los instrumentos y que éstas serían las propias del grupo. Me equivoqué en todo.

Empezó con una vigorosa exhortación al público para que, en pie, formase parte de coreografía y coros. O eso, o verse uno obligado a contemplar la espalda de un espectador dando brincos, moviendo el brazo (y digo "el" porque el otro debía servir de percha para bolso, prenda de abrigo y demás) y dando gritos, consiguiendo con esto último, también, que uno le oyese más a él o ella que a las verdaderas voces del grupo. Todo ello sonorizado con un atronador alboroto instrumental.

Pero lo realmente fascinante fue el entusiasmo con que el público colaboró tras pagar una entrada por ¡hacer ellos la función! porque, incluso, en los momentos de acción del "verdadero" elenco, ésta se transformaba enseguida en demandada interacción con el público.

Creo que el tiempo estimado del espectáculo era de una hora y media pero no se lo puedo garantizar porque abandoné el recinto (y sin necesidad de sigilo por la escandalera, en ese momento del repetitivo estribillo del Happy Day) antes de que terminase. Soy rara pero delante de mí, nadie tortura a un When the Saints go marching in que intuyo sería el "broche" de la función.

Días más tarde, atisbé en una pared de la plaza del Residencial Anaga, un anuncio de concierto de un grupo, para mí desconocido, los Big Band Jazz Tamos. Son un grupo de aficionados que llevan con este proyecto musical unos 10 años (el componente del grupo dijo, con humor, que trabajando tanto, esos 10 años significan, igual que la edad en los perros, unos 80). El escenario había sido cuidadosamente montado, con sillas cómodas y un sonido del que les noté muy pendientes para que funcionase a la perfección. Tocaron estupendamente bien temas conocidos infantiles, sentimentales y clásicos. Las explicaciones las dijeron en español, al contrario de los del gospel que cualquier rollito fue en inglés y ¡encima! la Asociación de Vecinos repartió chocolate y bizcochos a gogó. Esta vez no me marché antes. Y prometo que no por el chocolate y los bizcochos sino porque esta Big Band Jazz Tamos lo merecía. Esta sí fue una buena velada musical.