Desde nuestros libros de texto, pasando por óleos colgados en los grandes museos, estatuaria, grabados, hasta llegar al teatro o cine hemos visto expresadas la dignidad y sabiduría de eximios filósofos y pensadores, que han ejercido una extraordinaria influencia en nuestra cultura universal. Por una razón muy concreta, el preocuparse por la organización ético social de los seres humanos en el indispensable marco de la política. Estos nombres que al margen de la religión quisieron organizar nuestras vidas en el ámbito público definieron las cualidades que debían reunir los encargados de tal elevada misión. Esas figuras al óleo o en mármol nos muestran a Platón, Sócrates o Aristóteles debatiendo sobre el buen gobierno y los mejores gobernantes, a elegir entre filósofos, guerreros o artesanos. Este debate siguió sin ellos, pero ya con Maquiavelo y los grandes filósofos ingleses y otros.

Todos tendrían en común su excepcional capacidad, el lustre y nobleza con la que supieron esculpir sus vidas, como el patrimonio cultural, intelectual y político legado; había un curso biográfico natural, la preparación, capacidad, valía profesional, académica o iniciativas empresariales precedían ordenadamente al desembarco en la política. Los clásicos dirimían sobre la bondad y aptitud de los gobernantes, entre las dedicaciones con las que se ganaban la vida, que obviamente les avalaba para tan altos cometidos

No era casualidad sino consecuencia necesaria que cada cuando surgieran estadistas, excepcionalmente próceres, ante hitos históricos padres de la patria, y con mucha frecuencia grandes políticos, insignes ministros, que a su competencia profesional antes demostrada se unía casi siempre sabiduría, cultura y experiencia. Individuos de esas cualidades tenía interiorizados un mundo de deberes y rectitud, de valores y probidad. Ninguno de estos, como se demuestra en el mundo más democrático, hubiera podido sobrevivir a un fraude académico, ni un partido consentirlo. Hay mínimos de ética pública que han de ser comunes en el mismo marco de filosofía moral y política al que se aspira.

En España toda esa tradición civilizatoria -no hay cultura sin tradición, que no ideillas gaseosas que llaman de progreso- ha sido aniquilada. Ese asalto por políticos de sencillas titulaciones o de ninguna, y una vida parasitaria en partidos, cebados con boletines, informes, recortes de prensa, revistas, ponencias y los catecismos muy cuquis de Saramago y Galeano, nos han llevado a las cloacas de la ignominia y el auto desprecio. Han subido a escena un remedo de la granja de Orwell: un maestro Ábalos chuleta, que no se ha visto en otra igual, la bachiller Lastra disfrazada de instituto y el más macarra del barrio, Rufián.