De vez en cuando, bien sea porque a uno no se le ocurre otra cosa o porque se lo pide el cuerpo, en esta columna se habla de palabras, tal vez el hallazgo más influyente de la especie y el vehículo que utiliza el cerebro para nombrar la realidad percibida, hasta hacerla comprensible. En una ocasión me atreví a mencionar su afición por los viajes, su nacimiento en la calle, su crecimiento en las bibliotecas, sus estudios de posgrado en el maco, sus descansos y recogimientos en lugares de variada catadura, como los conventos, los claustros, las alcantarillas y los burdeles, sus paseos de ida y vuelta para cruzarse con sus hermanas, originarias de países lejanos o emigradas con la esperanza de hacer fortuna. En otra, tuve la osadía de desvelar su relación familiar con las partículas elementales, a las que, incluso sin necesidad de verlas, adjudicamos el papel de constituir la estructura de la materia observable, el tejido básico del universo, sugiriendo que podría tratarse del mismo material del que se componen los sueños; es decir, una forma de vida sutil, capaz de reproducirse al combinarse con otras y que, gracias al poder de la sintaxis, puede adoptar múltiples rostros, lo que le permite crear universos, alterar la duración del tiempo e imaginar lo que se oculta en la sombra. Este año, a la misma hora en que las televisiones suelen difundir los discursos de los monarcas, he tenido el placer de comenzar la lectura de dos libros recomendables. El primero se titula El tesoro olvidado, un precioso escriño -voz hallada en el libro- donde se guardan "quinientas palabras para quien quedar bien quiera", que Dimas Mas ha publicado en Oportet Editores bajo la precisa batuta de Emilio Pascual. El segundo es Palabras nuestras -tesoro también, y oportuno, aunque más reducido-, que la Academia Canaria de la Lengua ha editado para celebrar su XX aniversario. Ambos son libros para leer y releer; el primero, para tenerlo a mano y sumergirse de tarde en tarde en sus páginas; el segundo, para reconocer a un conjunto de voces características del español de Canarias, elegidas y comentadas "sin más limitación que la fidelidad a los propios sentimientos". Sin menoscabo del resto, brilla la autobiografía de chirrimil, de la que es autor Marcial Morera, y no solo por el cariño y el rigor con que ha seguido sus pasos atravesando diversas fronteras, con que ha admirado sus aventuras y con que ha dibujado sus cambios de gesto y de intención hasta convertirse en palabra "plena y polisémica", capaz, precisamente a través de sus viajes, de "abrir la entendederas y aplacar el ansia de destruir al diferente que nos corroe las entrañas". En una tierra donde se creó el nacionalismo de garrafón y se inventaron los concilios de puchero y güisky, Morera le echa un par, con elegancia y sin molestar, al hablar por derecho de la palabra como lo que es: un adhesivo coherente, el armazón de la vida y sus recuerdos.