Dos años es mucho tiempo de espera para casi cualquier cosa. Si además eres una persona que no puede valerse por sí misma, dos años de espera son un infierno. Y algo más de dos años es el tiempo medio que espera un dependiente canario en recibir atención cuando la reclama amparándose en la Ley. Canarias es la primera por la cola también en esto: 785 días de media para recibir una asistencia que la Ley convirtió en derecho. Muchos solicitantes no reciben esa ayuda jamás, son ancianos (más de la mitad de los que tienen derecho a ayudas superan los 80 años de edad) que mueren antes de que la burocracia realice la valoración. Es cierto que no se trata sólo de un problema de Canarias: los retrasos se producen también en Extremadura, Andalucía y Cataluña, regiones que encabezan, junto a Canarias el palmarés de la vergüenza. Mal de muchos?

Puede entenderse la dificultad para poner en marcha una ley que entró en vigor al inicio de la crisis económica, y que requería una financiación multimillonaria del Gobierno nacional y de las regiones, precisamente cuando llegaron los grandes recortes. Pero ha pasado ya demasiado tiempo para que la excusa de la financiación sea suficiente: la Ley fue aprobada hace ahora trece años, por iniciativa del Gobierno Zapatero, y estableció un conjunto de servicios y prestaciones para promocionar la autonomía personal, y para proteger y atender a personas con distintos grados de dependencia, utilizando tanto servicios públicos como privados. La Ley establecía las diferencias entre una persona autónoma y otra dependiente, y consideraba que la dependencia es una situación de carácter permanente que afecta a personas que, por razones derivadas de la edad, la enfermedad o la discapacidad, y ligadas a la pérdida de autonomía precisan de atención de otras personas, o de una ayuda importante para poder desempeñar sus actividades básicas y atender sus propias necesidades.

Desde su arranque, la Ley estuvo insuficientemente dotada. Además, en sus inicios colisionó con sistemas anteriores establecidos en regiones y municipios, que provocaron -así ocurrió en Canarias, por ejemplo- un enorme retraso en la puesta en marcha de las coberturas de la ley nacional, además del colapso burocrático mientras duró la indecisión entre adoptar el modelo nacional o hacerlo compatible con el local. Por eso, y a pesar del crecimiento constante del número de atendidos, especialmente en los últimos años, el ritmo de aumento ha sido insuficiente para resolver la avalancha de peticiones de valoración. Sólo en el período que va de 2012 a 2015, fallecieron 126.000 personas con derecho a recibir ayudas, mientras esperaban recibirlas. Al final de este año de 2019, se calcula que se habrán producido de media 85 muertes diarias de dependientes no atendidos.

Mientras se plantean nuevos formatos de ayuda a personas necesitadas, como una renta básica de la que sólo conocemos hoy su nombre, siguen sin dotarse los recursos económicos y el personal necesario para atender la dependencia. El problema más grave, según los expertos, continúa siendo el disparatado y confuso entramado creado por las administraciones implicadas, que es hoy una "trampa mortal" para las personas con derecho a acceder al sistema. Y un lastre extraordinario para centenares de miles de mujeres cuidadoras, que acaban dejándose su vida y sus recursos atendiendo algo que debería cubrirse por el Estado y las regiones.