Cada vez veo menos la televisión (si cabe€). Tras el barrido de rigor por los infinitos canales, decido invariablemente escuchar la radio, leer un libro o escribir algún artículo como el presente, que me sirva de terapia contra la decepción. Por fortuna, salvaguardo mi cuota cinematográfica como oro en paño acudiendo cada domingo a las salas de proyección. La cuestión es que he vuelto a constatar que, en otra muestra más de originalidad, la mayoría de las cadenas televisivas, tanto privadas como públicas, se siguen apuntando al filón de los concursos infantiles con el ánimo de reproducir las rentables fórmulas de éxito de similares formatos para adultos. Ni qué decir tiene que la guerra por las audiencias les obliga a simultanear ofertas casi idénticas con el único requisito de cambiarles el nombre y el día de emisión.

Se tengan hijos o no, las dotes de imitación de los más pequeños son por todos conocidas, constituyendo uno de sus recursos por excelencia para integrarse en el mundo de los mayores. También resulta una realidad incontestable que algunos de ellos poseen unas cualidades especiales para el desempeño de determinadas actividades artísticas, entre ellas la música, manifestada a través del canto, el baile y la interpretación. Hasta aquí, nada que objetar. De hecho, han existido, existen y existirán vías adecuadas para encauzar ese particular talento, ya sea a través de conservatorios, academias de danza o escuelas de teatro.

Lo que, en mi opinión, resulta denunciable es la utilización mediática de una serie de chavales que, víctimas de un casting cuyo objetivo primordial es engordar las arcas de las grandes productoras, se exponen a dar una imagen bastante lamentable de sí mismos y a poner en riesgo el deseable desarrollo psíquico asociado a su corta edad. Flaco favor les están haciendo los conductores de esas galas y los miembros de los jurados con sus comentarios y valoraciones. Pero, como quiera que la capacidad de autoengaño del ser humano es infinita, los promotores de estos shows suelen defenderse diciendo que, a pesar de su corta edad, los participantes en cuestión están ahí por voluntad propia y saben perfectamente lo que quieren. Y es justamente ahí donde, a mi juicio, radica la principal falacia porque, por la misma regla de tres, también podrían decidir dejar de acudir al colegio o no tomar una medicación que les hubiera prescrito su pediatra, por citar solo un par de ejemplos.

Cuando les observo emular a los famosos, con atuendos a menudo deplorables, gestos fuera de lugar o coreografías salidas de tono, no puedo por menos que entristecerme, cuando no abochornarme, al tiempo que me pregunto en qué estaban pensando exactamente sus padres cuando firmaron el contrato. Yo, que también soy madre, no dudo que adorarán a sus hijos. Incluso esgrimirán en su descargo que son felicísimos actuando delante de las cámaras y siendo los más populares del colegio. Dirán asimismo que ellos no tienen la culpa de que sus criaturas rebosen arte por los cuatro costados. Visto así, en vez de criticarles, quizá hasta debería agradecerles el gesto de amenizar con la carne de su carne las noches de esta España en la cuerda floja. Pero no puedo.

Por más talento artístico que muestren o por fuerte que sea la personalidad que posean, todos los niños están llamados a vivir una infancia entendida como tal. Esa es la razón por la que los psicólogos alertan insistentemente sobre el doble peligro de arruinar la etapa fundamental en la formación de la personalidad y de alcanzar la madurez sin una sólida base previa, lo más alejada posible de una idea errónea acerca del éxito. Por lo que supone de falta de respeto a los menores y a la protección de su ingenuidad, personalmente me aterra esta sobreexposición infantil en horario de máxima audiencia. Y me cuesta un mundo disimular mi tristeza.

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