Los más ancianos del lugar recordarán aquel tiempo en que a Canarias se le empujó para que se integrara en la unión aduanera europea. Para España era un peligro dejarse un agujero puertofranquista en el extremo sur de Europa. Y para estas islas fue una oportunidad perdida.

Teníamos aquí fábricas de tabaco y proyectos de empresas que querían hacer manufacturas que, con el valor añadido de la mano de obra, pudieran colarse en el mercado europeo. Ese fue el principio inspirador de una primera forma de integración de las islas en Europa, la llamada "opción segunda", en la que teníamos una pata dentro y otra fuera. Fue un logro para el archipiélago, pero de inmediato se pusieron en marcha poderosas fuerzas que querían cambiar el modelo de adhesión. Unas, en Madrid, por razones de Estado. Otras, en Canarias, por los intereses agrarios y especialmente del plátano de las islas.

Nos sedujeron con miles de millones que vendrían de la generosidad de Bruselas, con fondos comunitarios y con un programa de inversiones específico para las islas: el Poseican. Y a la postre, nos convencieron. Algunos pensaron -pensamos- que, viviendo tan cerquita de África y de un país que pinta a las islas del mismo color que su mapa político -hablo de Marruecos-, lo más conveniente era hacernos europeos hasta la médula. O sea, más europeos que un vendedor de salchichas de Frankfurt.

El archipiélago, después de intensos y apasionados debates, firmó un pacto por el que renunciaba a sus libertades, asumía el acervo comunitario y protegía a su agricultura de exportación. El régimen de libertades instalado en Canarias desde 1850 sufrió un primer asalto importante en plena dictadura franquista, con la ley de REF de 1972, que recortaba los derechos históricos de las islas. Pero la verdadera liquidación de las libertades de Canarias se hizo con la plena integración en Europa, en 1991. Dejamos de ser abanderados del comercio internacional y las libertades aduaneras para convertirnos en un territorio ultraperiférico. Y adoptamos una exitosa literatura de la dependencia y la necesidad que terminó prosperando en la propia UE, que la incorporó como principio de funcionamiento en sus propios tratados. Somos unos pobrecitos europeos que viven donde el diablo perdió la punta del rabo. Y hemos hecho escuela.

Pasados los años se puede hacer un balance. Aquellos sectores que decidimos proteger, como la agricultura o la industria, no solo no han despegado, sino que alguno, como el sector primario, ha caído en el PIB de las islas. Es cierto que nos han tupido a inversiones y ayudas. Y que eso ha creado infraestructuras y desarrollo. Pero como peligroso efecto secundario nos ha transformado en un territorio altamente dependiente del exterior. No vivimos de nuestras capacidades y nuestro talento, sino permanentemente inmersos en una interminable negociación para convencer a los funcionarios de turno que el sistema de ayudas no es un privilegio, sino el resultado de un pacto histórico para compensar nuestra lejanía.

Lo peor, con todo, es la percepción de que hemos hecho el primo. Marruecos no es un territorio comunitario, ni mucho menos. Pero no le ha hecho falta serlo para conseguir, dentro de las políticas de vecindad de Bruselas, un aluvión de fondos y ayudas obviamente superiores a las recibidas por Canarias. Sus producciones agrarias entran por España como Pedro por su casa. Y su desarrollo industrial y portuario, orientado hacia Europa, nos da sopas con ondas.

Algunos nostálgicos del puertofranquismo podrían preguntarse, con razón, si no nos habría ido mejor si hubiéramos defendido ser europeos en lo político y social, pero no en lo económico y comercial. Pero a buey muerto, cebada al rabo. Somos lo que somos, como producto de nuestras decisiones. Conviene recordar, sin embargo, que esto que somos hoy es la consecuencia de un pacto. Nos hicimos europeos de pleno derecho a condición de que se mantuvieran con estas islas unas políticas adaptadas a una realidad distinta a la del continente. Hoy que empiezan los tiempos de los recortes, en Madrid y en la Unión, no sería ocioso recuperar la tinta de ese pacto.

Durante todos estos años pasados, Canarias podría haber sido una plataforma de relaciones institucionales con África. No solo no ha sido así, sino que se nos ha ignorado escandalosamente. No hemos contado para nada, desde las conexiones aéreas a las sedes comunitarias o del Estado en relación con el vecino continente. Algún día, si dios quiere, nos pondremos a pensar en ello, entre lágrima y lágrima ultraperiférica.