La última década contó siete rebeliones contra el orden constitucional y siete intentos fallidos en Centro y Suramérica. Ahora Bolivia cambió su rumbo, resucitó sus peores fantasmas y sus malas marcas: el ranking de la pobreza y los levantamientos consumados que, un día, superaron sus años de independencia. Tras las elecciones del 20 de octubre, las más reñidas de su historia y, confirmado por los observadores de la OEA, el pucherazo para evitar la segunda vuelta y las algaradas de la oposición causaron el final del Movimiento al Socialismo, Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos; y, junto al sonoro enunciado, cayó un líder carismático y sólo cuestionado tras catorce años de gobierno, que dejó luces en la lucha contra las desigualdades y la garantía de los derechos civiles; y, a última hora, graves sombras por su obstinación en aferrarse al poder.

Forzado a dimitir por las Fuerzas Armadas, la salida de Evo Morales devuelve las incertidumbres y mantiene la crisis porque, dentro de las distintas corrientes, no aparecen políticos capaces y con crédito para dirigir los destinos comunes. Junto al líder indígena fueron al exilio parlamentarios y cargos ejecutivos y sólo la opositora Jeanine Añez quiso presidir el Ejecutivo provisional que, enseguida, rompió con la Venezuela de Maduro y con el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) y se plantea también la salida de UNASUR.

Las manifestaciones contra Morales y las de sus seguidores contra Añez después -"castigadas con desproporcionada fuerza", según organismos supranacionales que denunciaron antes el fraude electoral- arrojan un saldo de, al menos, treinta y dos muertos y mil heridos, y revelan la fuerte contestación al golpe entre las clases populares y, sobre todo, en sectores discriminados por razones raciales hasta la llegada del MAS, cuyos logros en los primeros mandatos nadie puede negar. Con su jefe crecido en el exilio mexicano que denuncia "crímenes de lesa humanidad" y se postula como candidato en unas posibles elecciones, y su sucesora, que lo acusa de "instigar el vandalismo", se avecinan nuevos e imprevisibles episodios. Mientras, Donald Trump, por el norte, y el brasileño Bolsonaro, en el sur, instigan y radicalizan los enfrentamientos entre el integrismo que ellos representan y la pulsión revolucionaria de Iberoamérica.