En las esperas de aeropuertos y en sus disputados asientos en hilera es difícil aislarte, incluso con ganas y medios para hacerlo. Ayer abrí la tablet y, apenas tecleé cuatro caracteres, me sentí observado y, luego, requerido por una señora de mediana edad que, tras leer este título en la pantalla, me preguntó: ¿va a escribir de Franco? Le respondí que no, y su marido terció: ¿Entonces de José Antonio? Como murieron el mismo día? Claro, mucho antes? También lo negué y, sin más, abrieron la charla, contaron quiénes y de dónde eran, las razones del viaje y citaron, con tino, amigos comunes; revelaron sus simpatías políticas y agradecieron la naturalidad con la que asumí su declaración de radicalismo.

Les dije que, además de las fúnebres, el 20 de noviembre tenía otras connotaciones notables; en 1959, la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración de los Derechos del Niño -civiles, económicos y culturales- como extensión y concreción de la Carta de los Derechos Humanos de 1948, y para atender al colectivo más vulnerable al que se garantizaba la salud, la educación y la protección, al margen del lugar de nacimiento y cualquier otra circunstancia. Treinta años después, la Convención de los Derechos del Niño (20-N 1989), constituida por cincuenta y cuatro artículos y suscrita inicialmente por veinte países, España entre ellos, fijó su carácter obligatorio en todo el mundo, no solo para los Gobiernos, sino también para todos los agentes vinculados con la infancia, desde los padres, profesores, profesionales de la salud, investigadores, hasta los propios niños.

La pareja contempló una instantánea de pequeños ataúdes en Lampedusa, en un documental sobre los migrantes africanos y la intolerancia de Salvini, que, mientras pudo, blindó Italia a los desesperados. Les conté que, en las últimas décadas la efeméride se ilustró con los tiernos combatientes de guerras inútiles, los diminutos buscadores de minerales preciosos y estratégicos, las víctimas inocentes de la explotación y la violencia de los adultos y, este año, sacudidos por los excesos de la propaganda ultra, con los "menas" -menores extranjeros no acompañados-, que, algún día, perderán las comillas y, en otro día más justo y afortunado, serán simplemente niños, nada más y nada menos.