Me cruzo con ellos a la hora del almuerzo. Padre e hijo caminan juntos, rápido y en actitud cómplice. La imagen desprende ternura y sonrió porque es la cara opuesta de un mundo plagado de guerras y de mentiras despiadadas. El enano apenas tiene unos cinco años y su vida no gira más allá de la pequeña mochila que lleva a su espalda, donde guarda los triunfos y los fracasos que van conformando sus pasos. También hay preguntas y dudas sobre el comportamiento tanto de otros niños de su misma edad como de los mayores, que deberían convertirse en el espejo en el cual reflejarse debido a su madurez y a la supuesta toma de decisiones coherentes.

Algo malo le ha pasado en la escuela porque no para de hablar de manera compulsiva. Su cara desprende tensión y tristeza. Sé muy bien de lo que se trata cuando escucho a su padre afirmar que el próximo día debe propinarle una buena hostia para que el otro aprenda y para que él se convierta de una vez en un hombre. Unos segundos después, tras dejarlos atrás, ya no sonrío. Me he convertido en un ser mezquino, que en lo único que piensa es en ver a ese padre arrodillado, tragándose sus palabras con la misma violencia con la que incita a su hijo a convertirse en un canalla. A lo mejor me equivoco y quizás esa sea la solución ante dificultades así, pero no creo en ello. Sigo mi camino; también cargo con una mochila que trato de que este vacía de miedos y odios.

Uno de los valores que toda familia debe transmitir a sus vástagos es el comportamiento ético, basado en el raciocinio y la exclusión de la violencia. Resolver los problemas mediante cualquier forma de agresión es la muestra de una actitud insensata, idéntica a quien recurre a ella para imponer sus ideas o su preeminencia física sobre el conjunto. Quien la siembra acaba recogiéndola de distintas formas y vive para ampararla porque solo conoce ese camino en cualquier situación que no controle.

Me imagino que ser padre y madre es una tarea tan ardua y gratificante como infinita, porque la educación de su prole nunca tiene fin, por mucho que vayan avanzando los años y que estos cambien física y mentalmente. Por eso, siempre me han causado rechazo aquellos que construyen un modelo de hijo a su imagen y semejanza, en el sentido de que creen ciegamente que la fuerza es la única vía para afrontar obstáculos e imponer su autoridad por encima de las voluntades de otros. También es paradójico que esos mismos padres y madres los envíen a las escuelas para que adquieran conocimientos y se formen como personas cultas y, luego, les inciten a recurrir a los puñetazos y a las patadas como método de fortalecimiento de sus respectivas personalidades y para evitar cualquier otro tipo de agresión.

De la boca de muchos progenitores salen palabras bañadas en sangre, incitando a sus descendientes a actuar con esa rotundidad. Y estos, que tienen a sus mayores como referentes, les hacen caso porque asumen que están ante una lección de vida. Ese camino les conducirá seguramente a actuar de la misma manera en años sucesivos; cuando no encuentren la respuesta ante un problema que deben afrontar o cuando no se cumpla su voluntad, la fuerza de la maldad, inculcada desde la infancia, se convertirá en el único argumento que tengan en sus manos para imponerse. Nunca habrá diálogo ni reconocerán sus errores ni menos aún sabrán pedir perdón.

La escuela de la violencia está en cada uno de los hogares donde hundimos mucho más en la miseria a quienes sufren el dolor de la humillación en los centros educativos, instigándoles para que actúen bajo la bandera de la impetuosidad y la severidad física. A veces, es necesario sacar los dientes para marcar tu territorio ante quien solo quiere hacerte daño, pero también la utilización de las palabras y las frases punzantes tienen un correctivo mayor en quien se las merece que cualquier daño físico que le propiciemos. Educar en la inteligencia cuesta más que poner el odio al alcance de las manos.

*Licenciado en Geografía e Historia