La primera vez que estuve en la casa de Joan Margarit, que acaba de ganar el premio Cervantes de 2019, él estaba solo. Su mujer, como este último jueves, cuando se supo la noticia de que había sido galardonado con el principal aval de la literatura hispanoamericana, había ido a almorzar con unas amigas.

Como en aquella ocasión, en su casa, el poeta se había hecho su propio almuerzo, que en ese momento compartió con este periodista, al que él considera su paisano. Paisano suyo es el arquitecto y pintor Emilio Machado, uno de sus grandes amigos canarios, que ahora vive cerca de Margarit, en Cataluña. Paisana es la ciudad de Santa Cruz, su ideal de ciudad nunca en el olvido.

Este jueves él se había preparado un guiso de garbanzos y pescado, que empezaba a degustar cuando sonó el teléfono y luego el timbre de la puerta y luego se encendieron las luces de los focos y ya la casa fue una de las más fotografiadas o televisadas del día. Al fondo, su patio tranquilo, su salón rectangular, al lado las estanterías acristaladas en las que guarda memorias personales, retratos de su familia, recuerdos de Joana, su hija querida que fue y es uno de los dolores primordiales de la ausencia.

A él le divertía contar el viernes cómo aquel plato de garbanzos se hizo sitio en las fotografías y en las imágenes televisadas. La comida de un solitario que era feliz en su distraída relación con el almuerzo, que espera que nada perturbe en ese rato lo que es su comunicación silenciosa con el mediodía. Minucioso y entretenido, a Margarit no le hacen falta estruendos para sentirse vivo y bien, así que esos ratos minúsculos de la vida doméstica son elementos con los que él convive a diario, en el gimnasio que frecuenta, en el mercado o en esa casa a pie de calle que parece una vivienda fresca, abierta, pero inglesa.

Algo de inglés tiene, como lo tenía don Domingo Pérez Minik, de hombre que recibe y da opiniones francas, sin retorcimiento, dichas como para resumir con una sola mirada sobre el mundo su gusto o su disgusto por los hechos y las frases. La mirada de un hombre feliz sin exageraciones; es decir, alguien que no exagera ni su optimismo ni sus dolores, y que escribe poesía porque no hay otro modo de expresar su modo de ser, sea éste asombrado, dolorido o harto. Es una poesía radicalmente humana; su residencia es el recuerdo en presente: las cosas vividas como si las estuviera viviendo aún, se quedan en su retina como la impresión que luego ya no deja de existir y cae en el papel como una fotografía.

Así pues, aquella vez que fui a verle a su casa él estaba allí, solo, doméstico, ante la mesa limpia a la que llevó de pronto el contenido de un caldero, y nos pusimos a comer como si ese paisanaje que él atesora nos juntara en una casa, ideada y real, del barrio de Duggi, en Santa Cruz. Luego salimos a buscar una calle de Barcelona, a la que por alguna razón de relativa urgencia tenía que dirigirse el periodista, y éste perdió el rumbo y se lo hizo perder a él, que conducía. Fue un viaje por una ciudad en construcción, como si Barcelona no se fuera a terminar de construir nunca.

En ese trayecto hablamos de Santa Cruz, del amor que siente por esta ciudad en la que vivió la adolescencia, un joven prendido de los recuerdos que se van haciendo, fijándose en los balcones y en las flores y en los árboles, buscando en lo que le contaban los maestros (don Pablo Pou, el principal, le descubrió a Pablo Neruda) lo que habría que ser para él, aparte de la arquitectura, la razón moral de la vida: mirar para contar, mirar hacia adentro para contar lo de afuera.

Poeta de ciudad, de sitios, de hechos, de historias reales que le han ido ocurriendo, cuando desemboca en Santa Cruz, en la memoria de su estancia, transforma en música precisa, dibujada, lo que vio en la ciudad como si estuviera aún contando los adoquines del lugar soñado, quieto en la edad y en la magnífica memoria que ofrece lo que entonces parecía feliz e intacto.

Este viernes hablaba de ese Santa Cruz intacto. Ojalá vuelva, para contarlo, el poeta Margarit, dibujado por él mismo en una ventana que da a la melancolía de la ciudad perdida.