La hipocresía política española desafía el vómito. Pablo Casado, el líder del PP, lamenta públicamente que Pedro Sánchez se haya echado en brazos del comunismo podemita de Pablo Iglesias y sus aliados independentistas catalanes. Y se queja de que no haya llamado a su partido buscando apoyos. Y dice todo eso a sabiendas de que el PP no le habría dado ni agua. Y a sabiendas de que todos lo sabemos. Pero le importa la yema de uno y la clara del vecino.

El éxito político de Vox se basa en que no trafica con la complejidad. Las verdades esenciales del populismo son sencillas, lo mismo que sus discursos. Houston, tenemos un problema. Si Casado pretende conquistar un espacio en la oposición no podrá ser con el mismo argumentario que el de la derecha verdadera. Porque se lo comerán crudo, como un mastín a un pekinés. Abascal considera el pacto de Pedro Sánchez como un acuerdo con los comunistas bolivarianos que va a hundir a España en las expropiaciones, la intervención revolucionaria y la crisis social. La derechita cobarde no puede superar los decibelios de un mensaje así de delirante. Así que más vale que vayan pensando, a toda máquina, en cambiar de registro.

El nuevo gobierno que se anticipa no va a ser fácil. Ni siquiera será sencillo que se pongan de acuerdo entre ellos mismos. Podemos es partidario de intervenir con mano dura en la economía y las libertades del mercado -por ejemplo poniendo límites a los alquileres- y eso no solamente chocará con la realidad jurídica, sino con una gran parte del socialismo moderado. Y no les digo nada de meterles mano a las grandes empresas que controlan la producción eléctrica de este país, uno de los sueños dorados de Pablo Iglesias. Quien piense que Sánchez, tirándoles el hueso de los asuntos sociales para que lo roan un rato, los va a entretener, es que no conoce a sus nuevos compañeros de viaje.

Pablo Iglesias sabe que ha logrado coger el último tren. El que se le escapó a Albert Rivera. Porque el poder, sabiamente utilizado, refuerza a los partidos y a sus clientelas. La sonrisa que se percibió en su abrazo a Pedro Sánchez, pintada en su rostro fotogénico, fue como un suspiro de alivio. Echó el resto con el PSOE. Peleó con uñas y dientes para que no le pasaran la factura de no haber apoyado un gobierno de izquierdas. Se enfrentó al relato de los socialistas. Se hizo la víctima propiciatoria por un lado, mientras apretaba las tuercas por el otro. Entregó su cabeza para que hubiera pacto, pero se negó a entregar el poder de su partido enfrentándose incluso a gente de su propia cuerda. Se la jugó y le salió bien. Sobrevivió al tsunami democrático de las últimas elecciones con daños en el aparejo, pero a flote.

Habrá Gobierno, sin duda. Sencillamente porque Pedro Sánchez está dispuesto a pagar el costo de las alianzas que necesita. Y sobre todo, y especialmente, porque no le queda otro camino.