En una sociedad como la española, que está harta de tanto proceso electoral en estos últimos cuatro años, los términos democracia y libertad siempre se han tomado a la ligera, sin valorar su significado e importancia. Pensar, opinar, debatir y posicionarte públicamente dentro de una ideología o a favor de un determinado partido son hechos que, décadas atrás y en este mismo país traicionero, te costaban la vida.

Aunque nuestros abuelos y progenitores sufrieron los estragos de la guerra civil y la consiguiente dictadura, hoy la sombra del autoritarismo ha renacido con tanta fuerza de manos de Vox que corremos el riesgo de caer en una involución y en la desaparición total de esa libertad y democracia. Todos asumimos que existen como un ejercicio del libre albedrío, pero en realidad son el fruto de una lucha, que ha provocado que otros mueran para que el resto tengamos el privilegio de disfrutarlas. No obstante, como el hombre es un lobo para el hombre, tal y como decía Hobbes en el siglo XVIII, no puede existir un equilibrio y siempre hay una tendencia innata en los hombres a imponer ideas y decisiones, aunque eso cueste la vida a otros miles.

La película La trinchera infinita, dirigida por Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga, analiza la figura de los topos, aquellas personas del bando republicano que, por culpa de ese conflicto armado, tuvieron que esconderse durante años en pequeños espacios, habilitados principalmente en sus casas o en la de algún familiar. Su argumento supone una profunda reflexión sobre la condición humana y nos invita a pensar hasta dónde somos capaces de llegar por defender nuestras ideas, pero también por sobrevivir, al convertirnos en el objetivo de una caza humana. Pensar distinto conllevaba el asesinato, oficial o no, porque eso es lo que se hizo antes y durante la dictadura. Además, esto se hizo gracias a la participación activa de los vecinos, que asumieron conscientemente su papel de delatores, al mismo tiempo que incorporaron otro, en forma de vigilantes de las familias, desarrollándolo y alimentándolo durante décadas por el odio hacia el recuerdo de quienes simbolizaban lo contrario a su pensamiento y a los cuales señalaron para que los detuviesen o los asesinasen.

En ese marco, los topos se sumergieron en un abominable espacio de oscuridad y silencio. Cómo hablar del tiempo biológico cuando otros disfrutaban de la libertad que les habían arrebatado, y donde esos presos fueron a la vez los carceleros que se vigilaban a sí mismos, institucionalizándose en el miedo a que los descubriesen. Lo que simplemente era una manera de esconderse durante unas semanas, acabó convirtiéndose en una prisión permanente y autoimpuesta. Afuera, todo fue cambiando, aunque solo físicamente, pensando que, quizás, mañana sería ese día en el que por fin todo terminaría. Y ese día tomó forma de años y se convirtió en un virus de décadas. Mientras tanto, los topos tuvieron que cargar con la losa de preguntarse cómo era posible que una gran parte de la sociedad asumiese a regañadientes la imposición de un orden oficial por parte de un gobierno autoritario y que la libertad, la verdadera, en el sentido amplio del término, quedase recluida a conversaciones en voz baja en torno a las mesas de los hogares.

Al final, la película genera una sensación claustrofóbica y de asfixia, pensando que un hueco se convirtió en todo el universo que podían abarcar quienes defendían unas ideas. Quizás, recuperarían dicha libertad, pero nunca el tiempo perdido, como tampoco la estigmatización que sufrieron sus familias, principalmente las mujeres. Cabe preguntarnos si hoy estaríamos dispuestos a pagar ese precio, pero también qué capacidad de aguante tiene cada uno ante situaciones extremas como esa. Nadie se lo plantea porque no solo son sociedades distintas, sino porque seguimos creyendo que la democracia se sustenta del aire y solo sabemos quejarnos y rendirnos.

*Licenciado en Geografía e Historia