Definitivamente, y ya a las puertas de la cuarta cita electoral en cuatro años, encontrar a un político que hable de un modo inteligible y exponga ideas originales es misión imposible. Lo habitual es que apuesten por la nula imaginación y por el uso de obviedades, con discursos rayanos en la absurdez más que en la coherencia. En principio, hablar para ser entendido no debería resultar tan difícil pero, eso sí, se antoja esencial tener voluntad. Y es que oyendo a nuestros cargos públicos se comprueba con horror que la dialéctica y la oratoria continúan siendo las grandes olvidadas del sistema educativo español. Motivar a nuestros alumnos a que debatan en clase y demuestren sus conocimientos a través de pruebas orales constituye aún una utopía. Como consecuencia, en España se adolece de la imprescindible habilidad para hablar en público y de la necesaria capacidad discursiva, lo que, llevado al terreno de la política, da como resultado el triste panorama que reflejan los actuales parlamentos, tanto el nacional como los autonómicos. Para colmo de males, los candidatos a la Presidencia del Gobierno y los altos representantes de las administraciones públicas suelen abonarse a la utilización de su particular jerga como herramienta que les permita dar contenido a sus, a menudo, incomprensibles y contradictorios mensajes. Por regla general, someten a los términos a una perversa carga ideológica con la doble finalidad de atacar las posiciones de los rivales y enaltecer las propias. Además, para mayor confusión, conceptos tales como izquierda, derecha, conservadurismo o progresismo sufren con el paso del tiempo una patente desnaturalización por culpa de ese tenaz empeño en acomodarlos a una realidad cambiante, significando finalmente lo contrario que al principio.

En este sentido, una de las aportaciones más certeras e hilarantes sobre el tema, obra del sociólogo Amando de Miguel, es la alusión al politiqués como pseudoidioma pleno de retórica, petulancia y sobredosis de latiguillos insoportables que, llevados al extremo, derivan en el dialecto tertulianés y que ni sus propios usuarios entienden a micrófono cerrado. Se trata de un lenguaje plagado de ciudadanos, ciudadanas, compañeros, compañeras y demás dobletes siempre agradables al oído. Curiosamente, no se habla de corruptos y corruptas, o de parados y paradas, lo que no deja de ser una incoherencia de la norma. A menudo resulta altisonante, complicado y abstruso, una auténtica oda a los lugares comunes, cuando no a la ignorancia más supina. Abundando en la cuestión, también el gran Mario Moreno nos dejó como herencia su acreditado método para aparentar sabiduría en todas y cada una de las ramas del conocimiento, denominado "cantinflear", o sea, hablar sin decir nada. Si esa vacuidad se reviste, además, de ambigüedad, polémica y agitación, el cuadro ya está completo.

El toque ambiguo siempre ha resultado muy útil para captar el mayor número de lectores, oyentes y televidentes (a la postre, electores). Ocurre lo mismo con el tono agitador, llamado a suscitar intensas adhesiones o profundos rechazos, así como con la vertiente polemista, dirigida a derrotar a un adversario que, de no existir, conviene crear. Es entonces cuando entra en juego la guerra por las audiencias, entablada en esas tertulias donde gritar sustituye a razonar, interrumpir a dialogar y simplificar a argumentar, convirtiendo los debates políticos en una mera alternativa de entretenimiento, como si de un espectáculo circense se tratara. A este fenómeno contribuye en gran medida la retroalimentación que vincula a los platós con las redes sociales, a través de sus colonizadores trending topics, hashtags y likes. Todo parece indicar que el público quiere ganadores y perdedores, como en las luchas de gladiadores de antaño, aunque ahora la sangre sea virtual. Los enfrentamientos verbales se resuelven a golpe de eficacia escénica audiovisual y las declaraciones de los miembros de la clase política vuelven a ser un canto a la inconsistencia. Y así nos va, de nuevo con las urnas en el horizonte y condenados al enésimo día de la marmota.

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