El próximo año se conmemora el primer centenario del fallecimiento de Benito Pérez Galdós, pero los fastos programados han comenzado ya con una amplia e interesante exposición sobre el escritor que, bajo el título La verdad humana, y comisariada por Germán Gullón y Marta Sanz, se ha inaugurado en la Biblioteca Nacional. Pérez Galdós es ya una institución consagrada y se me antoja difícil que provoque las discusiones y enfrentamientos del pasado. La última vuelta del canon -después de fijar sus valores como escritor realista, notario de su tiempo y etcétera- consiste en insistir un poco más en que don Benito era un escritor muy de izquierdas, muy progresista, muy radical bajo sus melancólicas gafas oscuras, y en reproducir algunos fragmentos que, además, se han querido aplicar como atinadas descripciones de lo actualmente ocurre en España, comparando la Restauración canovista con la Transición posfranquista, y al PSOE y al PP con los liberales y los conservadores, y todo ese alegre carnavaleo. Pérez Galdós es inocente de todo eso.

Los llamados jóvenes modernistas que aparecen en Luces de Bohemia, escrita en 1920, hablan de promover a Max Estrella a la Real Academia, "ahora que ha muerto don Benito el garbancero". "Su literatura huele a cocido", replica uno de los escritorzuelos maliciosamente. Detrás de ese menosprecio, sin embargo, existía una admiración en el que participaba casi todo el 98. Porque, más aun que una conciencia literaria de izquierdas, fue Pérez Galdós quien creó y expandió una conciencia literaria nacional moderna, romántica y liberal. Fue inequívocamente un escritor nacionalista -español- que quería contar la situación social y el desarrollo histórico del país, y no únicamente a través de los Episodios Nacionales, una buena iniciativa programática que fue alargando -y abaratando estilísticamente por puro cansancio- porque se vendía bien y siempre iba corto de dinero. Como novelista superdotado Pérez Galdós tal vez tuvo un problema: no se decidía ser Balzac o Dickens. Ser el primero demandaba una paciencia organizativa para construir un universo narrativo que él prefería proyectar a brochazos; ser el segundo le hubiera obligado a un sentido humorístico de la vida que podía admirar -tradujo mal que bien Los papeles del club Pickwick- pero que no podía compartir. Y luego estaban, por supuesto, sus contradicciones. Abominar del sumidero mefítico de la Restauración pero admitir el homenaje del Gobierno y aceptarle puros a Alfonso XIII de Borbón. Asquearse por la política encanallada y venal y ganar plaza de diputado en 1914 -ya valetudinario y ciego- de manos de Melquíadez Álvarez. No se trata de deshonestidad intelectual: Galdós no vendió nunca su pluma y solo a veces la alquiló.

Ser el precursor siempre se paga caro. El creador de la novela como género literario autónomo -Miguel de Cervantes- tuvo que esperar más de dos siglos para ser considerado algo más que un sujeto chistoso y cruel que se reía de los percances físicos de un pobre loco. Galdós apenas está superando su purgatorio hermeneútico en un país que no ha sabido leerlo. Hoy podemos redescubrir a un talento excepcional que se empecinó en abrirse a la vida colectiva deslumbrado y herido a la vez por el mundo, insatisfecho y escéptico, crítico y acomodaticio.