El sábado un grupo de colegas, gente que trabajamos con Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca en algún momento de sus más de treinta años dirigiendo el Diario de Avisos, nos reunimos con él para agradecerle su magisterio. Estas cosas tienen siempre su liturgia, y se trataba de darle una sorpresa, que preparó con tesón cosaco y franciscana economía de medios Norberto Chijeb. Al final, nos fuimos a sorprender a Leopoldo a un hotel rural de Las Lagunetas y por el camino nos cayó el diluvio y muchos nos llevamos la del pulpo, pero bien pasado por agua. Eso no impidió que Leopoldo se reencontrara al final con medio centenar de periodistas de edad disimulada (o menos disimulada), que suelen ser, también, el acompañamiento natural de estos homenajes a lo vivido en común.

En el momento de las palabras, Leopoldo se emocionó lo justo para luego arrastrarnos a todos en un viaje hacia atrás por el túnel del tiempo, a un territorio más bien lejano, en el que los periódicos se la jugaban todos los días por preservar su credibilidad, y las redacciones eran el paritorio cotidiano de torpezas desopilantes y heroicidades sin recompensa. Nos recordó Leopoldo también su propia historia personal: era redactor jefe de Europa Press -una agencia independiente- justo en el inicio de la Transición, cuando recibió de los plataneros tinerfeños el ofrecimiento de fundar y dirigir un medio en Canarias. Y cómo lo aceptó después de muchas dudas y cómo llegó a las Islas sin saber muy bien dónde se metía. Cómo entre siete lograron sobrevivir a una huelga general que estuvo a punto de cerrar el periódico, y cómo durante años su trabajo consistió en convencer a una empresa prácticamente inexistente de que noticias y plátanos no son precisamente lo mismo. Cómo logró culebrear entre las presiones de sus propios accionistas, cómo acabó logrando sumar a los más, cómo se enfrentó públicamente al golpe del 23-F (el Diario fue uno de los cuatro periódicos españoles que editorializaron el día 24 a favor de la democracia) y cómo se enfrentó a los intentos de volarle la cabeza de los sucesivos poderes locales, poco acostumbrados a la libertad que empezaba a dar brillo al periodismo.

Bajo la dirección de Leopoldo, el periódico de la competencia fue un digno representante de ese periodismo de provincias, previsible pero decente, construido sobre el esfuerzo constante de intentar contar lo que ocurría y hacerlo desde la solvencia y sin enjuagues. Con Leopoldo, el Diario no fue un periódico perfecto -¿y cuál lo es?- pero representó durante muchos años una forma de hacer periodismo basado en las tres viejas tretas del oficio: afecto por los hechos, valor a lo cercano aunque sea menudo, y desconfianza del que manda.

Hoy, ese periodismo de redacción de periódico, que Leopoldo fomentó entre los suyos, ha mutado para transformarse en algo distinto: un periodismo que pasa por ser más valiente, cuando sólo es más agresivo y faltón, pero también más cobarde y tramposo, un periodismo inútil implicado hasta la médula en los canibalismos del poder, portavoz de banderías y al que las distintas y complejas caras de la verdad se la traen al pairo. Un periodismo de bronca y fuegos de artificio, deudor de los estilos de la televisión y las redes, que hoy contamina muchas de las grandes cabeceras del pasado. Frente a este retroceso, la imagen de un hombre ya mayor, un tipo honesto, humilde, cabal, comprometido solo con su oficio, se agiganta y su ejemplo nos conmueve. Gracias, Leo, por toda una vida entregada a esto.