La Administración Pública española es hoy más grande que nunca. Los procesos de descentralización autonómica y, a su vez, local, no ha venido aparejada con un adelgazamiento de las estructuras de aquellas instituciones que cedían competencias en favor de las que las recibían, incrementando la influencia del Estado en la sociedad de manera poco sostenible.

Algo que se antoja como necesario para mantener la solvencia continuada frente a unos inversores internacionales que evalúan las cuentas públicas y sus desvíos bajo un microscopio competitivo.

Se hace necesario, entonces, un ajuste fiscal progresivo, reordenando la presión fiscal que en la OCDE asciende al 34,2% del PIB sin contar tasas ni precios públicos. En el caso de España, la presión fiscal de 1965 era un 14,3%, mientras que a finales de 2017 subió hasta el 33,7% del PIB, al que han contribuido incrementos en todas las figuras impositivas, IRPF, Impuesto sobre Sociedades, cotizaciones a la Seguridad Social e impuestos al consumo (IVA, IGIC).

En estos momentos, el Banco Central Europeo avisa de que no ve margen a España para reducir impuestos ni para incrementar el gasto, achacándolo al elevado nivel de deuda pública y a la existencia de un elevado déficit público estructural, que no tiene en cuenta los ingresos extraordinarios. Hablando en plata, no estaríamos en buenas condiciones para afrontar, de manera eficiente, una contracción del PIB o una volatilidad del mercado financiero.

Existen medidas para contextos de desaceleración económica y otros, generalmente opuestos, para periodos de abundancia.

Decisiones que debemos tomar a tiempo y acertando en el análisis de la situación en que estaremos en pocos meses si no queremos mejorar la competitividad, solamente, con la rebaja de los costes laborales, y queremos crecer en un contexto fiscal sostenible.